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Ver día anteriorDomingo 2 de noviembre de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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No menos, sino más Estado: no en contra sino por su reforma y rehabilitación
F

rente a la crisis y sus remolinos, lo que primero se impone es asumirla y prepararse para flotar y acercarse a tierra firme. No hay salvación si no se pone la proa frente al vendaval, lo que sin duda requiere de timoneles avezados y mandos firmes, a quienes la tripulación deba respeto y, en lo inmediato, lealtad frente a la adversidad. Así estamos y seguiremos por un buen tiempo, y es desde esta intuición colectiva y compartida que la ciudadanía, apenas y a duras penas alcanzada como mayoría de edad, se pondrá a prueba.

No es sólo el Estado el que encara su más dura y agria prueba de ácido. Todos, lo queramos reconocer o no, tendremos que apurar el trago amargo de poner la racionalidad política por delante y por encima de la tentación de instrumentar, para propósitos particulares o parciales, la tragedia. Aquello de que todos estamos en el mismo barco se acerca a la verdad más próxima desde la cual podremos tejer una estrategia de salvamento y salvación. Lo anterior no implica, por supuesto, confundir la cooperación con la condescendencia, menos con la complicidad. Supone ejercitar el rigor y afinar el juicio, en vez de caer en manos de la generalización y el juicio sumario que a nada conducen, menos en la canija y oscura complejidad donde nos movemos.

Fue el Estado, se acepta sin más y desde las influyentes tribunas se corea, sin hacerse cargo de la gravedad que entraña tal diagnóstico. Lo que no se puede es arrojar la condena sobre algo tan viscoso y complicado como es el Estado y, a la vez, reclamarle acciones justicieras o protectoras. De aquí a la confusión moral y política generalizada hay menos de un paso y (me) repito, debemos hacer todo lo posible por evitarlo.

No es este argumento un fruto unívoco de la angustia o la desesperación ni de la ingenuidad estatólatra. No es el caso convocar a la adoración de esta siempre imponente figura –fogón maldito, lo llamó alguna vez el gran Henri Lefebvre–, sino de insistir en que no es ésta la hora del anarquismo ni de la demolición del régimen. Por cierto, los servidores y usufructuarios de éste mucho han hecho por llevarlo en ese rumbo. La cuestión es otra: encontrar la punta del hilo que nos saque del laberinto con el menor daño posible y con la acumulación de fuerzas necesaria para acometer la reforma profunda del Estado, la erección de un nuevo régimen y, de principio, ofrecer (nos) protección efectiva frente a la amenaza del crimen que, sin control de sí mismo, se vuelca sobre personas y comunidades sin distingo alguno, como si fuera un destructo imparable.

La sensación de que nadie está a salvo de lo que hoy nos oprime debe trocarse en proclama firme para la acción colectiva que nos permita poner en acto y volver realidad la consigna indeleble de Lázaro Cárdenas: organizar al pueblo y fortalecer las instituciones.

Cuando el general lo dijo ya había instituciones bajo sitio o el fuego graneado de la incontenible fiebre de los buscadores de la ganancia rápida, el capitalismo criollo que tanto ansiaban los mil y un cachorros de la posrevolución; sin embargo, chocaba y tenía que acomodarse con el reclamo social que Cárdenas y sus reformas patrióticas habían encauzado, pero no satisfecho suficientemente. De aquí la visión del presidente nacionalista de una revolución permanente cuya dinámica y contenido, así como sus logros parciales, siempre hizo depender de aquellos atributos de organización popular y fortaleza institucional, que no de otro modo debe entenderse el compromiso primigenio con la nación que, para serlo, tenía que ser justa y protectora con los más vulnerables.

Las de hoy son instituciones horadadas por la precipitación liberalista por imponer a la sociedad unas formas de capitalismo en el que la protección y la marcha cooperativa sean del todo ajenas a la cultura y los reflejos de gobernantes y gobernados. Ahí se inscribió, para agravar más la situación heredada de las crisis de los 80 y los desmantelamientos de los 90, la absurda, destructiva y criminal guerra emprendida por Calderón, sin que pudiera surgir algún correctivo mínimo desde el interior del propio Estado y su fuerza del orden.

De aquí derivó el desorden actual y acabó de perpetrarse el vaciamiento del Estado nacional popular, cuyos cimientos habían construido el general presidente y las fuerzas populares organizadas, tratando de mantenerlas vivas y en alto, a pesar de los embates mencionados.

La debilidad y fragilidad institucional es evidente. Ominosa, porque esta circunstancia corrosiva no ha terminado de apoderarse de la realidad y del imaginario político, formal y no. Pero es precisamente porque de la debilidad no se debe hacer jolgorio, ni de la fragilidad júbilo, porque se acerca el nuevo mundo; en realidad, de seguir como vamos y al ritmo pesado e implacable de estas semanas de dolor y llanto, lo que se acerca es la consigna de todos contra todos y la arrebatinga de los logreros.

Insuficiente como es, la implantación de un gobierno sustituto en Guerrero debía ser aprovechado para experimentar formas de gobierno para la emergencia y la acción unida del máximo alcanzable de fuerzas políticas y sociales. Este nuevo intento tiene que entenderse como compromiso de todos por construir, desde la debilidad mayúscula, los cimientos de un Estado social que, por serlo, concite la cooperación efectiva, comprometida a la vez que vigilante, en torno al gobierno.

Para algunos o muchos, hartos y desesperados por la molicie del aparato estatal y la corrupción flagrante del poder local, estos ya no son caminos para abrirlos al andar. Para otros, entre quienes me cuento, se trata de abrir brecha para salir del pantano y empezar a tocar riberas promisorias, por protectoras y, hacia adelante, por abrigar todavía la esperanza de un progreso social pacífico y civilizatorio, como lo han reclamado por décadas los guerrerenses valientes, y hoy lo tenemos que exigir desde toda la República.

Nada será igual después de Iguala, dijo con oportunidad el rector de la UNAM, doctor José Narro. Lo que tenemos enfrente es que en efecto, nada sea igual, pero para avanzar.