rente a la crisis y sus remolinos, lo que primero se impone es asumirla y prepararse para flotar y acercarse a tierra firme. No hay salvación si no se pone la proa frente al vendaval, lo que sin duda requiere de timoneles avezados y mandos firmes, a quienes la tripulación deba respeto y, en lo inmediato, lealtad frente a la adversidad. Así estamos y seguiremos por un buen tiempo, y es desde esta intuición colectiva y compartida que la ciudadanía, apenas y a duras penas alcanzada como mayoría de edad, se pondrá a prueba.
No es sólo el Estado el que encara su más dura y agria prueba de ácido. Todos, lo queramos reconocer o no, tendremos que apurar el trago amargo de poner la racionalidad política por delante y por encima de la tentación de instrumentar, para propósitos particulares o parciales, la tragedia. Aquello de que todos estamos en el mismo barco se acerca a la verdad más próxima desde la cual podremos tejer una estrategia de salvamento y salvación. Lo anterior no implica, por supuesto, confundir la cooperación con la condescendencia, menos con la complicidad. Supone ejercitar el rigor y afinar el juicio, en vez de caer en manos de la generalización y el juicio sumario que a nada conducen, menos en la canija y oscura complejidad donde nos movemos.
Fue el Estado
, se acepta sin más y desde las influyentes tribunas se corea, sin hacerse cargo de la gravedad que entraña tal diagnóstico. Lo que no se puede es arrojar la condena sobre algo tan viscoso y complicado como es el Estado y, a la vez, reclamarle acciones justicieras o protectoras. De aquí a la confusión moral y política generalizada hay menos de un paso y (me) repito, debemos hacer todo lo posible por evitarlo.
No es este argumento un fruto unívoco de la angustia o la desesperación ni de la ingenuidad estatólatra
. No es el caso convocar a la adoración de esta siempre imponente figura –fogón maldito
, lo llamó alguna vez el gran Henri Lefebvre–, sino de insistir en que no es ésta la hora del anarquismo ni de la demolición del régimen. Por cierto, los servidores y usufructuarios de éste mucho han hecho por llevarlo en ese rumbo. La cuestión es otra: encontrar la punta del hilo que nos saque del laberinto con el menor daño posible y con la acumulación de fuerzas necesaria para acometer la reforma profunda del Estado, la erección de un nuevo régimen y, de principio, ofrecer (nos) protección efectiva frente a la amenaza del crimen que, sin control de sí mismo, se vuelca sobre personas y comunidades sin distingo alguno, como si fuera un destructo imparable.
La sensación de que nadie está a salvo de lo que hoy nos oprime debe trocarse en proclama firme para la acción colectiva que nos permita poner en acto y volver realidad la consigna indeleble de Lázaro Cárdenas: organizar al pueblo y fortalecer las instituciones.
Cuando el general lo dijo ya había instituciones bajo sitio o el fuego graneado de la incontenible fiebre de los buscadores de la ganancia rápida, el capitalismo criollo que tanto ansiaban los mil y un cachorros de la posrevolución; sin embargo, chocaba y tenía que acomodarse con el reclamo social que Cárdenas y sus reformas patrióticas habían encauzado, pero no satisfecho suficientemente. De aquí la visión del presidente nacionalista de una revolución permanente cuya dinámica y contenido, así como sus logros parciales, siempre hizo depender de aquellos atributos de organización popular y fortaleza institucional, que no de otro modo debe entenderse el compromiso primigenio con la nación que, para serlo, tenía que ser justa y protectora con los más vulnerables.
Las de hoy son instituciones horadadas por la precipitación liberalista por imponer a la sociedad unas formas de capitalismo en el que la protección y la marcha cooperativa sean del todo ajenas a la cultura y los reflejos de gobernantes y gobernados. Ahí se inscribió, para agravar más la situación heredada de las crisis de los 80 y los desmantelamientos de los 90, la absurda, destructiva y criminal guerra
emprendida por Calderón, sin que pudiera surgir algún correctivo mínimo desde el interior del propio Estado y su fuerza del orden.
De aquí derivó el desorden actual y acabó de perpetrarse el vaciamiento del Estado nacional popular, cuyos cimientos habían construido el general presidente y las fuerzas populares organizadas, tratando de mantenerlas vivas y en alto, a pesar de los embates mencionados.
La debilidad y fragilidad institucional es evidente. Ominosa, porque esta circunstancia corrosiva no ha terminado de apoderarse de la realidad y del imaginario político, formal y no. Pero es precisamente porque de la debilidad no se debe hacer jolgorio, ni de la fragilidad júbilo, porque se acerca el nuevo mundo; en realidad, de seguir como vamos y al ritmo pesado e implacable de estas semanas de dolor y llanto, lo que se acerca es la consigna de todos contra todos y la arrebatinga de los logreros.
Insuficiente como es, la implantación de un gobierno sustituto en Guerrero debía ser aprovechado para experimentar formas de gobierno para la emergencia y la acción unida del máximo alcanzable de fuerzas políticas y sociales. Este nuevo intento tiene que entenderse como compromiso de todos por construir, desde la debilidad mayúscula, los cimientos de un Estado social que, por serlo, concite la cooperación efectiva, comprometida a la vez que vigilante, en torno al gobierno.
Para algunos o muchos, hartos y desesperados por la molicie del aparato estatal y la corrupción flagrante del poder local, estos ya no son caminos para abrirlos al andar. Para otros, entre quienes me cuento, se trata de abrir brecha para salir del pantano y empezar a tocar riberas promisorias, por protectoras y, hacia adelante, por abrigar todavía la esperanza de un progreso social pacífico y civilizatorio, como lo han reclamado por décadas los guerrerenses valientes, y hoy lo tenemos que exigir desde toda la República.
Nada será igual después de Iguala
, dijo con oportunidad el rector de la UNAM, doctor José Narro. Lo que tenemos enfrente es que en efecto, nada sea igual, pero para avanzar.