éxico está inmerso en una profunda y desconocida crisis que toca a las instituciones del Estado, a la economía, a la vida pública como tal, pero sobre todo al modo como se relacionan y articulan las autoridades y la ciudadanía. Esta situación viene de lejos, incubándose en los cambios erráticos o inconclusos de los años recientes, en la autocomplacencia del poder que no se refleja en el espejo de la realidad, en el vacío de un ciego reformismo que trastoca el modo de ser del país pero no lo mejora, en el abandono ideológico y práctico del interés nacional como fundamento del proyecto de las mayorías
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La magnitud de la tragedia de Iguala, en su aparente gratuidad criminal, demuestra que las cosas siempre pueden ser peores de lo imaginado. El informe del procurador, lejos de atemperar los ánimos los vino a exacerbar en la medida que, más allá del horror descrito en sus páginas, vino a decirle a las familias que sus hijos jamás aparecerán, pues salvo que ocurra un milagro en el laboratorio de la Universidad de Innsbruck, los restos jamás serán identificados, conclusión que despierta dudas y resulta moralmente inaceptable para los padres de las víctimas. Si bien exigen establecer la verdad jurídica, no abandonan la urgencia de reconstruir la historia, estableciendo las cadenas que por acción u omisión permitieron este desenlace. No se trata tan sólo de hallar culpables y responsables políticos, que los hay sin duda, sino de poner a flote la miseria de un orden que está en decadencia, a las puertas mismas del infierno.
Iguala puso al desnudo la fragilidad de los cambios ocurridos bajo las banderas de la transición y la alternancia. Tras la oleada antiestadólatra, privatista, que impuso el rumbo, no se creó un régimen republicano nuevo, sino un híbrido político incompleto, ajustado a las exigencias de un capitalismo oligárquico, cada vez menos autónomo para decidir por sí mismo en el mundo global. A pesar del triunfalismo cupular, la democracia, entendida minimalísticamente como un conjunto de reglas para resolver quién gobierna, dejó intocada la desigualdad estructural, inamovible y ajena, que excluye de la ciudadanía efectiva a buena parte de los mexicanos. En consecuencia, el funcionamiento general del Estado tiene un sustento débil, pantanoso, que no logra darle sentido y proyección de futuro a la sociedad, es decir, a la nación. Ahí está la raíz de todos los problemas, incluyendo los referidos a la violencia que somete y devora a las ramas más débiles del Estado, como los municipios.
En Iguala topamos con un caso límite que se repite en otros puntos de la República: la subordinación del poder político a los fines de la delincuencia organizada, con la inevitable confusión de intereses que tal simbiosis representa. No extraña que allí se exprese con trágica transparencia la degradación del primer orden de gobierno
, es decir, la crisis del municipio como fundamento del pacto federal. La parálisis del gobierno estatal y los titubeos del poder central no sólo se explican a causa de la ineptitud o la complicidad de sus máximos funcionarios, sino por el vacío institucional consagrado en el culto extravagante a un orden formal que la realidad ha puesto en la picota. Sin duda, contra la democracia real conspira la violencia que disputa al Estado el monopolio de la violencia legítima, así como las formas de gobernar, la corrupción y el autoritarismo que subyacen ocultos bajo los procedimientos congelados de la gobernabilidad. Dicha irrupción de la violencia criminal, con su estela destructiva de la cohesión social, es tanto más peligrosa y efectiva por cuanto las instituciones básicas viven una suerte de viscosa descomposición que sólo podrá ser corregida mediante la movilización organizada de la ciudadadanía que exige una reforma a cabalidad.
En principio hay que volver a la política básica. El país está fragmentado, dividido. La Presidencia no acaba de asumir la naturaleza de la crisis pues carece de reflejos, quiere compromisos que no se remiten al fondo del problema. Los partidos se esfuman como sujetos confiables. Más allá de la espontaneidad, de la politiquería o de la provocación, es un hecho que la gran movilización nacional marca un antes y un después para avanzar. Pero la indignación puede descarrilarse. Estamos en una emergencia de seguridad que descose todas las costuras de la vida institucional. Los riesgos son inocultables. La confrontación está a la orden del día. Contra al movilización espera la mano dura, el cierre del ciclo de protestas y la impaciencia de los que creen llegada la hora de una apuesta fuera de los cauces convencionales previstos por la ley, pero ese es un paso seguro a la autoderrota. Un columnista con muchos lectores se preguntaba hace unos días: “¿Qué sigue? Los pronósticos van desde una sacudida mayor provocada por el malestar social que hay en el país, hasta un ‘flamazo’ de los miles y miles de jóvenes que se han movilizado en solidaridad con los normalistas” (Francisco Garfias, Excélsior). Hay que tener cuidado con los aprendices de brujos. Con el fuego no se juega.