Buen fin de régimen
n el año penúltimo del calderonato se inventó, en forma un tanto desesperada para reactivar un poco el alicaído mercado interno, una copia tropical del Black Friday gringo: el Buen Fin. Se trataba, claro, de sacar de los bolsillos de los consumidores la mayor cantidad de dinero posible, con la diferencia, con respecto al original estadunidense, de que las ofertas del Buen Fin suelen ser simbólicas, por usar un calificativo benigno. Desde la primera edición del programa la gente descubrió –y lo difundió en redes sociales– que con frecuencia las rebajas iban precedidas por retiquetados al alza para simular un descuento que dejaba los productos en su precio original, o que se ofrecían descuentos de 0.1 por ciento del precio de los artículos. Si la palabra vendimia quiere decir cosecha de uvas, en México, donde la cultura vitivinícola es más bien escasa, se ha usado desde hace mucho para denotar cosecha de ganancias, es decir, en una acepción más cercana a la tercera de la Real Academia: provecho o fruto abundante que se saca de algo
; en este caso, del bombardeo publicitario inmisericorde y, con frecuencia, mentiroso.
En la extremada violencia que vivió el país en 2011, el Buen Fin fue visto, por añadidura, como un intento de Felipe Calderón por distraer la atención de la catástrofe en que había hundido al país y menudearon las parodias que enfatizaban la mala manera en que llegaba a su fin esa administración de la que uno no quisiera acordarse: con el país bañado en sangre, la descomposición institucional a tope, la economía estancada y un pobrerío multiplicado.
Pero de Echeverría en adelante, la sociedad mexicana ha ido desarrollando la noción manriquiana de que toda presidencia pasada es menos peor que la que sigue, y así llegamos a este 2014 en el que el calderonato parece de peluche comparado con la pudrición, la violencia, la dependencia, el cinismo y el encharcamiento económico que caracterizan al peñato. La imposición antidemocrática de las reformas estructurales, la insolencia autoritaria de los ministros de la Suprema Corte, las atrocidades de Tlatlaya e Iguala y los subsecuentes desmanejos gubernamentales han terminado por colocar a la sociedad ante la evidencia de que está pagando un dineral, tanto al contado como a crédito, para mantener a un funcionariado rapaz cuya existencia es muy útil para sí mismo, para Washington y para las corporaciones trasnacionales, pero que a esta nación le causa un enorme daño.
En el momento actual, con el país recorrido por toda suerte de conflictos explosivos, el presidente de México anda de viaje por Pekín, comiendo pato laqueado, cargando en su comitiva hasta con el maquillista de su esposa y tratando de quedar bien con sus socios chinos después del doble desfiguro de la licitación para construir el tren rápido entre la capital y Querétaro, y viendo de qué manera sale del escándalo de la residencia de 7 millones de dólares que le descubrieron a su pareja.
Esta presidencia no sirve para nada, pero tampoco sirve el Poder Legislativo, que aprobó la legalización del saqueo de las riquezas nacionales a sabiendas de que semejante medida es repudiada por la mayor parte de la población, por más que ésta no haya podido o no haya querido manifestarse en contra cuando las reformas peñistas estaban siendo aprobadas. La mayoría de los legisladores de los tres partidos principales y de los dos que operan como negocios familiares son, a estas alturas, logreros de la política, empleados de los intereses empresariales, integrantes de facciones de la gran mafia del poder público; sepulcros blanqueados que comulgan en la mañana, condenan el aborto al mediodía y se van a las putas cuando se hace de noche; farsantes que cobran por ser de izquierda
y que siven al poder oligárquico; ecologistas
que reciben tajada por gestionar autorizaciones ambientales a proyectos devastadores; priístas que llevan toda la vida abogando en público por la defensa de las instituciones mientras, en privado, se dedican a saquearlas y a destruirlas. Y todos ellos pretenden ser la representación de la sociedad cuando, en realidad, representan intereses antisociales. En su conformación actual, el Poder Legislativo no sirve de nada.
Y qué decir de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, cabeza de un poder corrompido y prevaricador, complemento ideal de organismos difuntos de procuración: formalista, labiosa, rendida a los pies del Ejecutivo, conformada por millonarios que olvidaron hace tiempo –si es que algún día lo supieron– que las injusticias en este país tienen por víctima, 99 veces de cada 100, a ciudadanos pobres; ministros que ante cualquier demanda concreta de reparación y corrección de un desvío se solazan o se refugian en viajes a un remoto Bizancio legal; solapadores de la agresión sexual, del abuso de poder, del autoritarismo y de la impunidad; bailarines que interpretan el son que alguien toque desde Los Pinos; sanguijuelas del erario orgullosas de su condición. ¿Para qué sirve la Suprema Corte?
O tomemos el caso de la PGR, cuyo titular conoció el carácter delictivo de José Luis Abarca, ex alcalde de Iguala, 16 meses antes de que pasara lo que pasó en esa ciudad, y no hizo nada de nada; una procuraduría a la que los Guerreros Unidos –el dato lo aporta José Reveles– le pasaban una mochada mensual de medio millón de dólares para que los dejaran trabajar en paz; una procuraduría que interroga a inocentes capturados al azar en las calles después de que los culpables fueron respetuosamente contemplados por la policía y las cámaras de televisión mientras incendiaban una puerta de Palacio Nacional; una procuraduría que gasta mucho y no resuelve nada de nada.
O la Secretaría de Educación Pública; o la de Comunicaciones y Transportes; o la Comisión Nacional de Derechos Humanos; o...
Este régimen no sirve desde hace mucho tiempo, pero no es sino en las semanas recientes, a raíz de la barbarie policial contra los normalistas de Ayotzinapa, que la sociedad ha ido cobrando plena conciencia de ello y el remplazarlo resulta sumamente urgente. Prolongar su agonía sería tanto como alargar la del país, dejar crecer el caldo de cultivo para más muertes, más hambre, mayor dependencia, mayores catástrofes. El desafío del momento consiste en lograr una transición pacífica y legal hacia un necesario proceso de reconstrucción nacional.
De ahí la urgencia de que Peña Nieto deje el cargo en lo que queda de este mes, a fin de que los remanentes de la oligarquía política puedan aplicar, antes de apagar la luz y salir de escena, lo que manda el tercer párrafo del artículo 84 constitucional. Si no lo hacen ahora, después será muy tarde.
La clase política empezó por saquear el país y ahora lo está incendiando. Detener el incendio pasa necesariamente por un relevo creíble y legítimo en el Poder Ejecutivo, y a partir de ahí ya puede empezar a hacerse limpieza en la administración pública en general. Los integrantes del funcionariado en su conjunto debieran tener la decencia de renunciar en masa, permitir que el país se recomponga y dedicarse, ellos, a disfrutar de sus fortunas: el Buen Fin empieza mañana y podrían, por ejemplo, irse de compras y dejar que el resto del país tenga un buen fin de régimen.
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