stos son momentos en que la zozobra y la desesperanza parecen ganar terreno
, dijo el jueves el ministro de la Suprema Corte Arturo Zaldívar en nombre del pleno. Por su parte, el general secretario Cienfuegos advirtió que el desarrollo y el progreso del país estaban en juego
. En el corazón de esta aciaga encrucijada sigue instalada la violencia y el temor que siempre la acompaña. ¿Punto final? Ni siquiera, porque es más que probable que lo peor esté por venir.
La debilidad del Estado para contender con la criminalidad organizada ha sido advertida muchas veces, como lo ha sido la complicidad de funcionarios y políticos con ella. Lo que se nos vino encima como balde de agua hirviendo en Iguala fue la brutalidad flagrante de unas fuerzas del orden no penetradas por el crimen sino a su abierto servicio, instrumentadas por criminales que durante el día o sus festejos se disfrazaban de políticos y mandatarios.
Se trató de un crimen bárbaro que no asimilaremos fácilmente ni con el paso del tiempo. Se coaguló ahí la fragilidad institucional primordial en la que debería descansar nuestra seguridad pública y personal, con una llamarada de abuso e insolencia que nos advierte sobre las fallas profundas de una democracia apenas estrenada. La incapacidad de ésta para esparcirse por el territorio de manera tranquila y en automático se hizo evidente, y por si hubiese alguna duda, el comportamiento de los dirigentes políticos de todos los partidos en estos días nos lo recuerda día con día.
La democracia y no sólo el progreso material del país es lo que se ha puesto en juego. Como si se tratara de una ruleta rusa imparable, es nuestra disposición para el entendimiento colectivo y el reconocimiento de la dignidad y la legitimidad de los otros lo que se ha puesto en entredicho. Y no sólo desde los poderes constituidos que vacilan, farfullan y se resbalan como si fuera deporte de moda, sino desde el llano y el lomerío, los pedregales o los manglares de la sociedad civil, se emiten disonancias y cacofonías, altos y abultados decibeles que han puesto cerco, en estado de sitio, a nuestras capacidades auditivas.
La palabra, el verbo, siempre vienen y están primero. Por eso, lo que ocurre en estos días no puede verse como la sola expresión de un encono largamente guardado, pero tampoco como inoperancia de unos aparatos estatales oxidados o fatigados, sometidos al pasmo y con unos operadores dedicados con extraño y mórbido entusiasmo a la compra y venta de protección: del yo no fui
al al ladrón, al ladrón
voceado por el forajido, hemos pasado a juicios sibilinos o sumarios a los que sin recato se unen voces y reclamos dizque justicieros, que no pueden ocultar su ambición de poder o de venganza.
De repente, tal vez sin pedirlo ni quererlo, el poder constituido verá colmada su soledad por consejos y preceptores partidarios de la mano dura. La violencia que una opción como esta acarrearía no parece estar en sus cálculos estratégicos; de aquí la necesidad urgente, vital, de que se les pregunte por el día siguiente de la acción punitiva que en aras de un orden fantasmal ahora preconizan. No son los militares y la fuerza armada en general los que promueven tan nefasta salida; ellos saben lo que ha significado la guerra estúpida de Calderón para sus familias y su propia salud, así como lo que ha implicado de deterioro y desgaste de sus siempre difíciles relaciones con la ciudadanía y las comunidades. Pero este hecho, el que no sean los soldados quienes emitan el grito de guerra, obliga todavía más a los partidos y la opinión pública a afinar el juicio y valorar o revalorar sin ambages el papel que queremos que tengan las fuerzas armadas nacionales.
Podríamos desdeñar, por pueril, la defensa que algunos intentan hacer de los actos vandálicos acaecidos en Guerrero y a las puertas de Palacio al calor de la protesta estudiantil y popular, si no fuera porque dejarlo ir como eso, como una puerilidad, puede contribuir, sin quererlo, a naturalizar
la violencia hasta sacralizarla por su origen, popular
, y antecedentes: la represión gubernamental permanente. Esa violencia, el incendio y la destrucción de instalaciones públicas y algunas de ellas republicanas, no es fruto de la ira momentánea o el desvarío ocasional. Supone preparación, acopio de herramientas, premeditación. Va contra la movilización y al extenderse o profundizarse va también contra la posibilidad de un rescate de México mediante el ejercicio y la ampliación de la democracia para darle sostén a la necesaria justicia cívica, política y social cuya ausencia define el corazón de estas tinieblas.
Tan sólo por esto, las agresiones a Cuauhtémoc Cárdenas, Adolfo Gilly, Salvador Nava y otros en una manifestación de solidaridad; junto con la infame agresión de que fuera objeto el senador Alejandro Encinas, no pueden soslayarse ni verse como incidentes excesivos pero comprensibles. Se trató, en todos estos casos, de una embestida artera que no debe olvidarse. Ni repetirse.
En la penumbra, busco algo de luz y retomo añeja práctica de recomendaciones bibliográficas:
En los libros sobre mi mesa encuentro Más allá de la economía. Antología de ensayos de Albert O. Hirschman compilada por José Woldenberg para el Fondo de Cultura Económica. La elegancia discursiva del viejo sabio, sus destrezas y sutilezas para comprender las relaciones sociales y, como dice el título, ir más allá de la economía, son brillantemente aquilatadas y resaltadas por José Woldenberg en su espléndido estudio introductorio.