n Cuautitlán Izcalli, el presidente Peña habló de “movimientos de violencia que al amparo de esta pena –la de los padres de los estudiantes de Ayotzinapa desaparecidos– hacen valer protestas que parecieran querer desestabilizar el proyecto de nación”. Con esa especie, a partir de esa hipótesis asaz aventurada, el Presidente pone cara al pasado más indeseable del México actual y nos coloca a todos, en particular a quienes vivimos aquellos años duros de la represión salvaje desatada por el presidente Díaz Ordaz, en estado de alerta y angustia, no por ello menos indignados ante tanta y peligrosa ligereza.
No dudo que haya en México grupos y personas enemigas del proyecto de nación
propuesto por el Presidente y su partido y del que durante la campaña presidencial de 2012 propusieron otros partidos y candidatos. Así es la vida política y así debe serlo en una sociedad democrática. Por eso es que extraña e irrita el verbo presidencial, porque revela una incomprensión fundamental del país que gobierna y de la sociedad que, con todas sus imperfecciones y contrahechuras, es la que debe encauzar y buscar modular sus conflictos y malestares que, no debería caberle hoy duda a nadie, son mayúsculos.
Desde luego, es obligado que el Presidente precise sus cargos y explique no sólo sus causalidades sino sus implicaciones. Si en efecto el país encara amenazas subversivas, el gobierno debe denunciarlas y la procuraduría actuar en consecuencia; pero todo ello bajo la consigna, obligada por aprendida de modo tan doloroso y costoso, de que el acusador y el juzgador deben actuar con prudencia y hacerse cargo, explícitamente, de las consecuencias políticas y sociales de sus actos, dichos y conjeturas porque, tratándose del poder constituido, todos forman parte del ejercicio legítimo de la fuerza y la coerción y, llegado el caso, de la violencia.
No estamos aquí en el terreno de las especulaciones propias de la academia ni en el del departamento de puntos de vista, sino en el campo de los usos del poder del Estado, que no pueden dar lugar a los abusos de antaño. En el pasado, las generalidades en que incurrió el presidente fueron el principio de la acción represiva y el despliegue absurdo de la persecución indiscriminada de quienes se oponían, o parecían hacerlo, a los propósitos o designios del gobierno y del presidente en turno.
Los oficiosos de los sótanos, para recordar una metáfora célebre de Héctor Aguilar Camín, artillaban su pistola siempre humeante (la clásica smoking gun) y al final de cuentas el mandatario apechugaba crímenes mayores y menores, todos hechos con el pretexto de la razón de Estado y de la seguridad nacional. El extremo fueron el presidente Díaz Ordaz y su jefe de Estado Mayor y, probablemente, muchos otros de sus solícitos colaboradores que se volvieron cómplices de lo que fue, ese sí, un crimen de Estado. El país, en especial su capital, se manchó de sangre y dolor, que nunca fueron redimidos pero nos llevaron a todos a una suerte de convenio implícito de que eso nunca debería repetirse.
La llamada guerra sucia de los años 70 y primeros 80, con el sacrificio inútil de tantos jóvenes y la degradación inaudita de las fuerzas del orden de entonces, dejó una marca indeleble en los poderosos y en los que no lo eran, a más de muchas familias diezmadas, sufrientes, ahogadas por el rencor que no encontró jamás consuelo, como en Guerrero.
Venimos pues de largos –que hoy parecen querer perpetuarse– y duros años. Ni la democracia apenas estrenada, ni las promesas de mejoramiento que los cambios estructurales supuestamente traerán, han podido contrarrestar esa memoria de lo vivido o de lo aprendido. Por eso, tan sólo, es que muchos de mi generación, y otras próximas, reaccionamos airadamente ante palabras presidenciales, poderosas, como las que cité al principio de esta nota.
No podemos, ni usted ni nadie, señor Presidente, generalizar, porque al hacerlo condenamos sin recurso alguno de apelación y damos entrada a los canallas que viven y se nutren de momentos de angustias, incertidumbre y desazón como el que vivimos.
Todavía podemos imaginar un compromiso nacional, un acuerdo en lo fundamental como quería Mariano Otero. Muchos mexicanos lo quieren, lo reclaman y lo exigen desde las fuerzas políticas, la academia y, desde luego, del poder del Estado. Pero nada de eso se logrará, ni siquiera podrá iniciarse, dando rienda suelta a los represores y perseguidores de siempre, siempre listos, con acusaciones vagas, generalidades de usos múltiples, como las usadas por usted en su discurso.
No sólo hay que precisar y corregir. Hay que enmendar el verbo, y el rumbo, antes de que sea tarde.