l caldero político-social del país llegó a un inestable punto de ebullición. Ya no resiste mayores fuegos en sus aparejos. La sociedad, en especial el sector juvenil, se ha movilizado para exigir el puntual esclarecimiento de los hechos ocurridos en Iguala, Guerrero. La comunidad internacional, con sus múltiples caras y variantes, ha expresado en distintos tonos y modos su solidaridad para con los familiares de los normalistas y exige al gobierno mexicano cuidado extremo a los derechos humanos de los ciudadanos. La Presidencia de la República, después de afirmar sentir el dolor de los padres de los muertos y 43 desaparecidos, ha quedado a la deriva. Tampoco atina a dar salida a la profunda crisis, ya bastante generalizada, que lo agobia pero que, al parecer, no comprende del todo. En vez de atender el clamor por un cambio radical que le llega desde incontables lados, endurece el lenguaje y lo dirige hacia una conspiración contra su modelo modernizante.
La crítica independiente que se expresa en algunos medios de comunicación ha sido tajante en sus protestas y, en incontables ocasiones, explícita en sugerencias. Impulsa, en estas horas álgidas de la nación, un conjunto de reformas urgentes. Se pide mucho mejor transparencia, rendición cabal de cuentas en los varios niveles de gobierno para reducir los extendidos niveles de corrupción, ese grueso manto de complicidades que, sin tapujos, ha quedado al crudo descubierto con motivo de los cruentos acontecimientos guerrerenses. Un eficaz control del crimen organizado para la seguridad de personas y sus propiedades. El funcionamiento del Ministerio Público, ahora tan mermado e incapaz de atender los problemas que se le presentan, debe, se recomienda con persistencia, ser restructurado por completo. Se pide también una reforma integral al sistema de justicia para garantizar la solvencia en el proceder de los jueces. La fiscalía independiente sin el actual procurador: que se reponga del cansancio en otra posición o en su casa.
A todas estas áreas bajo cuestión se ha tratado, desde la crítica y la academia, de dar alternativas de solución. Muchas de tales rutas fincan su esperanza en la capacidad y la entereza del Ejecutivo federal para captar sus propósitos, diseñar los mecanismos conducentes, conjugar recursos de variada índole y enfrentar el enorme reto político que implican. Otros, en cambio, ya no esperan ni visualizan al Presidente como el agente capaz de tan enorme misión y, de manera directa, solicitan su renuncia para que se pueda proceder a la urgente, por necesaria, renovación del Estado.
Una sensible y experimentada parte de la crítica independiente se ha concentrado en explorar las recientes palabras presidenciales. El tufillo que se desprende de ellas en los recientes discursos oficiales –se afirma con sustantivas bases interpretativas– augura un talante de mano dura. No se ha descifrado, hasta ahora y con certeza o pulcritud, quiénes serían esos sujetos conspiratorios contra la estabilidad del país. Pero, de manera clara y rotunda, no pueden, en todo caso, dirigirse hacia los protestantes por el extendido clima de inseguridad dominante en el país. Ellos han llevado a cabo sus manifestaciones dentro de cauces pacíficos. Y así se espera que continúen. Un paso en falso que ose contrariar tal rumbo y, la caldera, ya a su máxima temperatura, sin duda se desbordaría. La comunidad internacional tampoco apechugaría tal reacción del poder central. La precaria base de legitimidad que todavía puede existir en el actual gobierno se esfumaría por completo.
La incertidumbre que se ha esparcido por todos los ámbitos de la vida organizada no puede prolongarse por más tiempo. Menos aún, trampear o simular respuestas cosméticas y darles toques grandilocuentes de endeble hálito transformador. Las consecuencias que contienen los recientes sucesos criminales, la parálisis oficial y las nebulosas interrelaciones de los traficantes de influencia con el poder establecido, –que anidan en las mayores alturas jerárquicas– han trastocado por completo la manoseada y hasta perversa usanza conocida. Los asuntos colectivos entraron, desde hace rato, en un túnel de oscuridades que claman por un tanto de luz y confianza para que se pueda continuar con los diarios quehaceres. No debe asumirse que todo regresará a la normalidad tan sólo con un poco más de tiempo que todo lo suaviza. Eso, señores del poder, es ya un rotundo imposible. Para que la normalidad retorne a su cauce, casi todo debe cambiar. No pueden aceptarse paliativos o estratagemas mediáticas, tal como parece ser el tratamiento hasta ahora ensayado.
En el mero fondo de las tribulaciones nacionales pervive, bien se sabe con informada certeza, la mortífera desigualdad que se padece. Esta realidad imperante extiende sus ramificaciones por todo el sistema de convivencia y envilece sus meras partes estructurales, el estado de derecho entre ellas. El modelo de gobierno imperante, empero, se cuida y maneja como supuesto inquebrantable de fe. Se le acompaña con un ofensivo e intenso aroma clasista. Los beneficiados por él no quieren que se modifique ni un ápice de sus puntos medulares (fiscales sobre todo). Ni siquiera aceptan algún retoque circunstancial. Saben, los integrantes del grupo dominante, (altiva y férrea plutocracia) que tan acariciado modelo conlleva atadas consecuencias de extrema gravedad para las mayorías. Pero, aún puestas así las cosas, fuerzan su puntillosa continuidad a rajatabla. Y no sólo eso, sino que cavilan sobre las oportunidades para ensanchar sus privilegios, bien insertados en la corriente de la actualidad interna y hasta internacional. Esta realidad imperante es la causal eficiente de los problemas nacionales. Debe, de pasada, añadirse la inoperante capacidad del priísmo de nuevo cuño que, en sus delirios de grandes alcances, ninguneó la inseguridad. Con ello puso una cereza arriba del volcán.