Opinión
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Los milagros de Internet
H

acia finales de los años 70, escuché hablar por vez primera de Internet. Con un entusiasmo raro, dos jóvenes me expusieron el sistema, calificado por ellos de revolucionario pues cambiaría toda la comunicación y daría acceso a todo mundo a lo que, hasta entonces, estaba reservado al poder, a los dirigentes militares o industriales. Además, argumento supremo, la censura iba a sufrir un golpe mortal, pues la información vendría de todos y cada uno, imposible de controlar.

Se trataba, al fin, de la democracia de la información. Es decir, de uno de los primordiales recursos del dominio de unos cuantos sobre la mayoría.

El paso de los años, desde que Internet escapó al Pentágono o a otros centros secretos de investigación y entró al dominio público, ha rebasado las visiones de estos dos jóvenes. No pasa un día sin una sorpresa, una invención, un nuevo camino que se abre a los internautas.

Democratización, sí, pero de una minoría, aunque creciente, de privilegiados, los cuales tienen la posibilidad de acceder a una computadora, a los servicios de Internet, capaces de manipular todo un instrumental.

Sin embargo, el balance sigue siendo positivo. Frente a los avances en la carrera de la destrucción, drones y otros robots asesinos, la utilización de la red, de Internet, ofrece posibilidades inauditas de contactos, de lecturas, de visitas a museos y exposiciones: todo esto sin deber atravesar el planeta, hacer colas, solicitar recomendaciones para abrir un volumen de bibliotecas nacionales o privadas, escuchar la música antigua o moderna de países lejanos, descubrir ruinas arqueológicas y construcciones novedosas.

Me fui acostumbrando, como los otros aficionados de Internet, a sus ventajas y beneficios. Iba, incluso, perdiendo esa capacidad de asombro que permite volver a descubrir las cosas cada día. Me parecía natural leer una novela de Mir-beau desaparecida de la edición, ver una película francesa o mexicana de los años 40 del siglo pasado.

La maravillosa sensación, proveniente de la inteligencia, que es el asombro volvió a invadirme cuando pude leer la correspondencia Nadja-Breton, digitalizada y puesta a disposición del público. Cartas que, desde hace medio siglo, cuando mi primera lectura de Nadja, había soñado tener bajo mis ojos.

Desde la muerte de André Breton, en 1966, su viuda, Elisa, y su hija, Aube, conservaron intacto, durante más de 30 años, el legado del fundador del surrealismo. Ambas soñaban con una fundación, un museo.

Se trataba, sobre todo para Elisa, de evitar la dispersión de todas esas obras de arte y objetos surrealistas. Una visita de François Mitterrand en 1989 al departamento de Breton fue negativa. La falta de visión de Mitterrand sólo le permitió ver un amontonamiento de curiosidades.

Después del fallecimiento de Elisa, Aube decidió poner en venta pública la colección de su padre. Pero antes, hizo pasar al sistema numérico una gran parte de los múltiples objetos considerados surrealistas y ponerlos al alcance del público. Casi medio siglo después, se volvía realidad mi deseo de leer la correspondencia de Nadja, personaje tan real como imaginario.

Hace unos días se firmó un convenio entre el INA (Institut National de l’Audiovisuel) y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.

Para comenzar, expertos franceses impartirán en México seminarios a fin de formar a los futuros conservadores mexicanos. Asimismo, habrá participación del INA en la concepción de las escuelas, la arquitectura de la mediateca, el desarrollo de la fonoteca mexicana.

Firmado por Rafael Tovar y de Teresa, el convenio no es, como en tiempos pasados, un contrato para ver hacer el trabajo. Se trata, al contrario, de obtener las enseñanzas de los métodos que tienen organismos con más experiencia. De digitalizar documentos con las técnicas más avanzadas. Entre éstos, los sonidos.

Los de la música mexicana, por ejemplo, que podré escuchar en cualquier rincón del planeta. Deseo cumplido, ahora, a mi nostalgia.

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