l problema más serio que enfrenta el gobierno de Enrique Peña Nieto es la falta de credibilidad. No es un asunto menor. La confianza es un componente central de la relación entre el Estado y los ciudadanos; sin ella, se oscurece la comprensión de las decisiones presidenciales y el comportamiento del gobierno, así como la percepción de los problemas del presente. En consecuencia, la capacidad de gobierno se reduce de manera considerable. Creo que la expresión más dramática de la desconfianza de los ciudadanos es la posición de los padres de los normalistas de Ayotzinapa, que han rechazado los escalofriantes resultados de la investigación que presentó el procurador, Jesús Murillo Karam, y han sostenido que el gobierno tiene a los estudiantes. De manera que el objetivo de su protesta no es el crimen organizado, la pareja de delincuentes Abarca o la policía local, sino el gobierno federal y el Presidente de la Republica. ¿Qué puede significar esta postura de los padres de familia? ¿Cuáles son las implicaciones de esta atribución de responsabilidades?
Por una parte, las pruebas del conflicto de intereses en el que parecen haber incurrido la esposa del Presidente y él mismo se extienden para fundamentar su culpabilidad en el caso de Ayotzinapa. Muchos piensan que si el presidente Peña Nieto y su pareja han aportado información respecto a su patrimonio que no corresponde a la realidad, entonces es muy probable que tampoco sean veraces en relación con otros temas incluso mucho más delicados, por ejemplo el destino de los normalistas. Por otra parte, al atribuirle la responsabilidad de presentar vivos a sus hijos, los padres de familia apuntan hacia una demanda política que asoma la cabeza cada vez más francamente: la renuncia del Presidente.
Creo que en realidad, más allá de la denuncia, los padres de Ayotzinapa han reaccionado a la incapacidad del gobierno de articular una explicación convincente de la trágica desaparición de sus hijos. Lo mismo que le pasa en relación con algunos de los problemas más apremiantes que enfrenta, para los que tampoco ha podido ofrecer soluciones satisfactorias o, por lo menos, tranquilizadoras. Ante los tartamudeos gubernamentales, las voces se multiplican, las falsas comparaciones distorsionan la realidad, el efecto emotivo de las acusaciones supera la racionalidad de las evidencias, diferentes perspectivas se adocenan y magnifican la complejidad de la violencia como fenómeno político y como expresión del descontento social. El escenario no podía ser más desfavorable para llevar a cabo cambios como los propuestos por el Presidente al inicio de su administración. Tampoco podía ser peor el contexto para la articulación de propuestas políticas atractivas. El deterioro de las instituciones del Estado parece imparable. Hoy, creerle al gobierno supone un acto de fe de magnitud comparable al que exige creer en la transustanciación de la sangre.
El proceso de pérdida de crédito del gobierno es comparable a un colapso de los puentes de comunicación entre el Estado y la sociedad, que hubiera ocurrido a hachazos; resultado del trabajo intenso de los gobiernos recientes: de la incompetencia de Vicente Fox, de la ofensiva del crimen organizado contra el Estado, y de la guerra de Felipe Calderón contra ellos, y, ahora, de la impericia del actual gobierno. Aquellos que por décadas han clamado contra el Estado mexicano aplaudieron su debilitamiento, porque confundieron el deterioro con democratización. Sin embargo, tendrían que reconsiderar, porque creo que más bien estamos ante el reflejo de la fragmentación que aqueja a nuestro sistema político y a nuestra sociedad, el cual nutre contradicciones que en algunos casos resultan irresolubles. Tomemos, por ejemplo, la exigencia más o menos amplia de que el gobierno aplique la ley. Cuando no lo hace, vulnera el estado de derecho y mina sus propios fundamentos, pero si efectivamente lo hace, no son pocas las denuncias de represión que se levantan en su contra. A ojos de un sector amplio de la opinión pública, esta acusación tiene más credibilidad que las afirmaciones del gobierno de que cumple con su deber. Es esta una situación límite: por una parte, el gobierno se compromete a cumplir la ley, pero por la otra, cuando lo hace, digamos, cuando ordena a la policía intervenir para detener los actos de violencia de manifestantes rijosos, porque está obligado a proteger los bienes públicos y la propiedad privada, el gobierno se convierte en el blanco de furibundos cuestionamientos. Un sector no pequeño de la opinión pública le reprocha su supuesta timidez en el tratamiento de los manifestantes agresivos, mientras que otros repudian totalmente sus acciones. No obstante, unos y otros coinciden en que debe aplicarse la ley, al menos así lo expresan públicamente.
En estas condiciones, el estado de derecho, lejos de ser una certeza, se plantea como dilema. Antes de hacer valer una ley el gobierno hará un cálculo político de las consecuencias de esta decisión. Así politizada, la convierte nuevamente en un instrumento que utilizará o no, en forma arbitraria, según su conveniencia. Es este uno de los legados más onerosos de nuestro pasado autoritario, que en estas semanas ha adquirido las dimensiones de una peligrosa restauración a punto de dar al traste con más de 20 años de reformismo político. Esta sería una de las peores consecuencias del descrédito del gobierno, que es obra no tanto de opositores recalcitrantes, como de funcionarios y de políticos reincidentes.