l contraste es inevitable. La huelga de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) duró nueve meses, la del Instituto Politécnico Nacional (IPN) apenas pasará de tres. En la UNAM sólo se pudo avanzar a una mesa de diálogo cuando renunció el rector, pero ya era demasiado tarde, el diálogo no prosperó, y en lugar de acuerdos firmados, más de mil estudiantes fueron encarcelados durante meses. Los del IPN, casi de inmediato lograron la renuncia de la directora, consiguieron un nivel muy alto de interlocución y ya han llegado a acuerdos con el Estado. La explicación del trato dispar es evidente, en estos últimos 14 años se generó un enorme lago de sangre y muerte, decenas de miles de desapariciones, extorsiones, pozoleros, niños sicarios, jóvenes sin esperanza, presos o suicidados, asesinatos en masa y una enorme cantidad de funcionarios y políticos desmesuradamente corruptos. Todo esto ha venido generando una creciente de movimientos como el de las madres de Juárez, el de paz con justicia y dignidad de Javier Sicilia, el de rechazados, Atenco, 123, y otros más que nunca han sido cabalmente tomados en cuenta. Una acumulación de agravios que, como pertinaz y eterna lluvia, terminó por generar –con la rotura del dique que significó Ayotzinapa– un desbordamiento incontenible de indignación y reclamos. Y por todo eso el movimiento del IPN nunca fue tocado, sus asambleas jamás fueron cercadas, ni enviadas directamente a la cárcel.
Todo esto no demerita –sólo explica– el logro de los estudiantes movilizados del IPN. Pero también muestra el exigente significado que tiene su victoria. Los estudiantes del IPN no pueden ahora abstraerse del contexto que les permitió avanzar y lograr acuerdos, porque se quedarían tremendamente solos. Si no quieren ese destino, tienen la tarea impostergable de encontrar la conexión entre lo que por un lado piensan hacer como fuerza social e institucional en el Poli y, por otro lado, este México de hoy, tan distinto al de 1937. Entonces había un proyecto nacional, capaz de entusiasmar a millones; había un Estado que reconocía la fuerza de campesinos, obreros y jóvenes que querían estudiar. Estaba ahí, propio, el patrimonio petrolero y una naciente industria y agro que requería numerosos profesionistas. Todo esto para muchos prácticamente ha desaparecido. Pero lo que hoy tenemos es más importante que lo que ya se ha ido: tenemos una nación que como nunca necesita ser reconstruida a fondo y desde abajo, y ese es un desafío para los jóvenes universitarios y politécnicos, porque tienen un poco más de independencia y el espacio del conocimiento para pensar. Crear instituciones y un país donde quepan las demandas de las y los estudiantes más pobres, trabajadores, desempleados, rechazados de la educación, discriminados y marginados, explotados y subordinados. Y la pregunta que el país, sin decirlo, en ese momento le hace a los politécnicos es qué piensan hacer, o, más bien, cómo piensan hacer que el IPN avance junto con otras instituciones que intentan insertarse en la corriente de quienes no quieren este país desgarrado.
Una respuesta concreta que ya ofrece el movimiento politécnico al país está en al menos dos de los acuerdos firmados y ya publicados ( La Jornada, 9/12 /2014). Uno es el tercero, que establece que habrá un Congreso Nacional Politécnico
y pasa a reconocer
que éste tendrá un carácter resolutivo y refundacional
, capaz de reconstruir al IPN, pues tendrá la facultad de modificar todo el marco normativo e incluso generar propuestas de reformas a la Ley Orgánica. Es un congreso que tendrá carácter democrático, representativo, resolutivo e incluyente
; esto es, ni más ni menos, una descripción de parte importante de la autonomía. La autonomía le permitirá al IPN una enorme flexibilidad para elegir autoridades, definir reglamentos y repensar cuál debe ser el perfil de carreras e investigaciones. Es decir, podrá decidir la manera de responder a la pregunta de qué formación requieren los estudiantes en un país en bancarrota ética y política, con una industria nacional postrada y con los recursos nacionales abiertos a un mercado internacional depredador. El otro acuerdo importante es el octavo, que conecta solidariamente al IPN con el resto del sistema educativo, con casi 2 millones de maestros y 30 millones de estudiantes. En ese acuerdo, el Estado se compromete ante los politécnicos a aumentar los recursos financieros para absolutamente todos los niveles educativos y de manera creciente (se habla de 8 por ciento del PIB) incluyendo la educación superior y la investigación. Y, en el estado actual de la educación, eso significa un cambio trascendental.
Basta con que los politécnicos exijan y logren el cumplimiento pleno de estos dos acuerdos –el tercero y el octavo– para que hagan una enorme contribución. Financiamiento y autonomía son dos rutas amplísimas para una nueva reconexión del IPN con el país. Como fue en 1937, pero ahora más urgente, en una etapa de profunda crisis del sentido y destino de la nación. El país mira.
Adiós Miriam, nuestra muy querida amiga
*Rector de la UACM