oy en el mitológico Bosque de Chapultepec se encontrarán, por primera vez, dos culturas formidables. La exposición Persia, fragmentos del paraíso, tesoros del Museo Nacional de Irán, es una de las muestras más completas que hayan salido del territorio persa.
Así, el Olimpo de las culturas ancestrales estará de fiesta. Nuestro Museo Nacional de Antropología acoge hoy a un hermano peregrino que viene –en caravana– del otro lado del planeta.
En ese espacio magnífico dos culturas prodigiosas y fundacionales se darán la mano y por este solo hecho envían un claro mensaje en el urgente como pospuesto diálogo de civilizaciones. Bienvenidos al valle de Anáhuac estos trocitos del paraíso.
Los iraníes tienen desde tiempo inmemorial, ya sea en su primera etapa zoroástrica o en la islámica vigente, una recurrente fascinación por el paraíso.
No es extraño que así sea: el propio paraíso terrenal se aposentó entre el Tigris y el Eufrates, en lo que después sería el imperio persa, el primero de la humanidad, el decano de los estados multinacionales con 28 pueblos bajo un solo mando.
Los orígenes mismos de la palabra paraíso se remiten al libro sagrado de los antiguos persas, el Avesta en su dulce, precisa y evocadora lengua aria.
Utiliza la palabra pairidaeza. Este término se transmitió a diversas lenguas occidentales a través del historiador y soldado de fortuna Jenofonte como paradeisos en griego, paradisus en latín, paradi, paradais y paraíso en español. La traducción del Génesis al griego utilizó el término para referirse al Jardín del Edén y eventualmente al paraíso celestial.
Se da en el mundo persa una línea de continuidad simbiótica, una apretada urdimbre de pacientes nudos entre paraíso, jardines, miniaturas, poetas y alfombras.
Observando no sin devoción la vida de los iraníes contemporáneos, podemos percibir esa pequeña alfombra que siempre porta el viajero y el caminante persa, el nómada ghasghai, el alpinista teheraní. No importa dónde se encuentre, ya sea en las nieves eternas de las cordilleras del Alborz, en las arenas incandescentes del desierto de Sal, en la boca del estrecho de Ormuz, en la Mezquita Azul de Tabriz, no importa lo agreste del paisaje y lo adverso del clima; a la hora de los rezos, en el momento del té o en la oportunidad de recitar a Omar Khayyam, Saadi o Hafez, el persa contemporáneo tiende su alfombra de vivos colores con aves, fuentes y flores, y al dirigirse a la Meca despliega su personal paraíso portátil.
El concepto de paraíso nos lleva irremisiblemente a las provincias de la utopía. El paraíso así no es sólo la cómoda complacencia del nirvana, las delicias de Shangri-La, el premio por la generosidad y el sacrificio. El paraíso es una meta, un objetivo a lograr, es un puerto de llegada, se logra al cumplir la gran misión. Es así una formidable fuerza motriz que propulsa, invita y empuja a la búsqueda de lo ideal, del no lugar, de la utopía.
Para los iraníes, como para los mexicanos, hermanos en los quehaceres de la antigüedad, estos fragmentos, con paciencia ensamblados, buscan ser el sólido basamento para que nuestras civilizaciones logren un futuro aún más brillante que nuestros pasados.
Hoy en la noche en este gran Museo Nacional de Antropología, orgullo de mexicanos y mesoamericanos, cuando el acto inaugural termine, cuando el museo se cierre y las luces se apaguen, se encontrarán en su ambiente y se reconocerán piezas ancestrales de dos culturas fascinantes.
Hablarán en voz baja de su idea del universo, coincidirán sobre la levedad de los imperios, lo efímero de las dinastías y la relatividad del tiempo.
Acaso al final, casi al amanecer, nuestras piezas fundacionales hablarán, no sin rubor, de sus descendientes modernos, de nosotros, de sus herederos, de nuestra generación. En esta hora de sombras, esperamos salir bien librados.