Opinión
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Muestra de acervo
C

asi al inicio de la exposición ¡Puro mexicano!, cuyo comentario inicié en mi artículo anterior, hay una vitrina que resguarda primorosos ejemplos de mosaicos plumarios. El que quizá sea el más famoso de todos, tal vez porque tiene como tema la Misa de San Gregorio, se encuentra en el Museo de Auch, en los pirineos franceses, no está a la vista, pero los que se exhiben ahora en el Museo Nacional de Arte (Munal) son notables ejemplos del que quizá sea el más refinado e interesante empleo que tuvo el arte plumario de nuestros antepasados.

Representan de manera ejemplar una síntesis: el arte plumario, dominado plenamente por los mexicas después de la conquista y mediante la enseñanza de artes en Santa Cruz de Tlaltelolco, se trabajó alrededor de temas cristianos, utilizando las plumas como pigmentos que rellenaban los lineamientos traspuetos a partir de grabados religiosos europeos. Desde allí va desarrollándose la exposición, que alterna, desde enconchados estupendos con obras señeras de la colección permanente, para desenvolver un recorrido que ofrece autores imprescindibles del virreinato, como José Juárez, la dinastía Echave, José de Paz, hasta llegar a los Lagarto, representados con dos exquisitas acuarelas. Hay piezas iconográficamente singulares, entre otras una que sorprende por su rareza, pues está referida, de acuerdo con el guión tradicional de las natividades, no a la de Cristo, sino a la de san Francisco de Asis. El neonato es idéntico al Niño Jesús, pero su madre dista de coincidir con María: es una gran dama, posiblemente del siglo XVII que luce suntuosa capa de paño rojo de tipo flamenco.

En la sección superior la trinidad rige el venturoso acontecimiento. Tal obra del siglo XVII está atribuída a Pedro Ramírez y es de dimensiones generosas. No digo que sea fascinante, pero tanto su factura como sus dimensiones justifican su rescate. Otras dos obras que jamás había visto provocan sonrisas por la índole de los rasgos que el autor atribuyó al Niño Jesús: éste aparece en brazos de San José. La fisonomía de la divina criatura es anómala, probablemente porque el autor anónimo careció de la referencia que podría proporcionar un neonato y no se le ocurrió acudir a algún modelo consabido ni menos inspirarse en una criaturita autóctona. Esas, a mi juicio, son los detalles interesantísimos que deparan algunas de estas obras, pero estoy hablando desde mis propios intereses, dado lo cual aclaro que tal vez no sean del gusto general, si es que lo que se busca en los cuadros es que correspondan a estatus convencional en cuanto a temporalidad, escenificacion y personificación de las figuras, como sí ocurre en la Sagrada Familia con San Juan, del pintor Andrés Concha, seguidor del modelo italianizante adoptado en España.

Aquí constatamos el contraste de una pieza canónica con otras que se produjeron en el mismo periodo. Tales vaivenes, museografiados con ironía o contrapunto, son los que acentúan el interés de la muestra.

Otra curiosidad, préstamo de Rodigro Rivero Lake, es una pintura del siglo XVIII realizada sobre vidrio que representa a la Señora Santa Ana. A través de la conjunción denominada Ana Meterza que el mismo Leonardo da Vinci practicó, el culto a Santa Ana tuvo intensas repercusiones durante largo periodo. Esta novohispana no es de edad avanzada y sostiene en sus brazos a su hija que tiene apariencia de muñequita ingrávida. El soporte, un fondo de vidrio, como un espejo, resulta además peculiar, debido a que la figura está plantada en un espacio que hace las veces de atrio o de patio, si se quiere realista, con piso embaldosado. Unos querubines abrazados vigilan desde el cielo la escena y no podía faltar la paloma del Espíritu Santo, como emblema básico de la genealogía cristológica.

En el ámbito del virreinato hay una glosa, muy mediocre, verdad sea dicha, de El rapto de las sabinas, de Jacqques Louis David, pintura que data de 1799. Convendría saber cómo fue que la glosa, de discretas dimensiones si se compara con la que sirvió de inspiración, fue a dar a la Academia de San Carlos de la Nueva España: el doctor Eduardo Báez podría elucidar la situación.

Sea quien haya sido el autor, la realizó justo cuando el original vio la luz, es decir, es una copia casi simultánea a la ejecución davidiana. ¿Será obra de un simple visitante a Francia en esa época? Su inclusión en la muestra fue discutida entre los curadores, y la verdad es que uno se explica la pertinencia, o no, de su inclusión, porque hay otras obras atribuidas a Louis David que llegaron a México, aunque no se sabe en qué fecha. El San Juan de San Carlos se le atribuye, pero igual puede tratarse de una copia fidedigna.

Los cuadros de mármol tuvieron mucha vigencia en Europa durante cierto periodo, son relieves sin color y el Munal ha conservado dos vaciados en yeso que creo nunca se habían exhibido; tales menesteres académicos en cuanto a escultura se acompañan ahora de una impecable pieza en mármol de Gabriel Guerra, ahora titulada La ninfa y el amor. En otra ocasión pienso referirme al contingente del siglo XX.