s costumbre desear que el año nuevo sea mejor que el anterior. Sin duda que 2014 fue un mal año para el país. Peor que la normalidad de malestar a que los mexicanos nos hemos venido acostumbrando a fuerza de fracasos e injusticias. ¿Qué tendríamos que hacer para unir nuestros esfuerzos con el fin de que 2015 sea realmente el año en que la situación de dolor y frustración pueda cambiar? Desde luego que el renacer de la esperanza no provendrá de la repetición hasta el hastío de que ahora sí las reformas estructurales
van a mostrar sus beneficios. Ni de los llamados a una supuesta solidaridad –vacía de signos concretos– que hace la clase política a una ciudadanía, que cansada de ocultamientos y engaños, ya no escucha palabras sin contenidos, sino que reclama información, argumentos, cambios y compromisos reales.
Los propios voceros del régimen así lo reconocen en los actos oficiales, al menos parcialmente, cuando señalan que los grandes enemigos de México son la pobreza, la desigualdad, la corrupción, la impunidad y la violencia. La lista es parcial, porque le faltan las causas de estos problemas: omisión de la autoridad, ocultamiento de información, utilización de la función pública como medio para hacer negocios particulares, hipoteca del futuro de la nación y, en suma, la privatización del Estado para beneficio de unos pocos.
En toda teoría de la democracia la exigencia fundamental al Estado es que garantice el derecho a la vida y al bienestar de sus habitantes. Hace tiempo que el poder gubernamental perdió en México esa capacidad. No en balde muchos analistas coinciden en que es necesario discutir la refundación del Estado mexicano, pues consideran que el modelo que hasta ahora conocemos llegó a su fin. Es necesario, afirman, reformularlo a partir de un nuevo paradigma incluyente, democrático, de cuidado de la naturaleza y basado en la vigencia de los derechos humanos.
Son muchas las organizaciones y frentes que trabajan para ello en el ámbito rural, para la preservación de la tierra y el territorio; en el de la vivienda, para el logro del derecho a la ciudad; en el sindical, para la reconquista de los derechos laborales; en el de los movimientos estudiantiles, por el derecho a una educación crítica y de calidad, y por la democratización de las comunicaciones y la seguridad ciudadana, a partir de la acción comunitaria. Todos ellos teniendo a los derechos humanos como la casa común para el llamado a la acción.
Todas estas luchas, a las que seguramente faltan muchas más, tienen un largo proceso de gestación, pero se reconocen en la afrenta común. Durante 2014 la paciencia de la sociedad mexicana fue llevada al límite de la tolerancia. Lo que conjuntó la indignación ante la abominable agresión contra los normalistas de Ayotzinapa con la indignación por los miles de muertos y desaparecidos que se acumulan año tras año. Con la indignación también por el olvido en que se tiene a la educación rural y a los educadores populares. Con la indignación por las reformas que se realizan en contra de la opinión mayoritaria de la ciudadanía, a la que incluso se le niega el derecho a expresarse libremente por medio de una figura constitucional, como la consulta popular. Cuando en las manifestaciones se exclama: ¡Fue el Estado!, se está expresando la conclusión de un profundo análisis. Se está manifestando que lo que ocurrió en 2014 es que el paradigma que guía las acciones de la clase política, basado en la consideración patrimonialista de los bienes públicos, y que supone que al ciudadano le basta con votar periódicamente por unos partidos cada vez más alejados de la voluntad popular, y piensa que la propia impartición de justicia tiene que ser sometida al arbitrio del gobernante –socavando con ello la credibilidad de las instituciones, fundamento único de su validez–, ya no es sostenible, y no se puede seguir apostando a que en el futuro fluirá la inversión extranjera.
Y ello porque, como todo negocio, tiene claro que en México ya no lo es, pues no crece, no produce, y el poder adquisitivo de sus habitantes se hunde ante la falta de rumbo propio de quienes no tienen más orientación que la asociación desigual y dependiente con el extranjero, la cual si acaso genera buenos resultados para el grupo en el poder, pero pésimos para la nación. Es cierto, hay quienes se oponen al proyecto del actual gobierno. Sólo que quienes lo hacen son ya mayoría, y, como en toda democracia, quien manda es la mayoría de los ciudadanos, no de los burócratas ni de los supuestos representantes populares. Todo lo anterior plantea un profundo reto a la democracia en México, y no sólo a las próximas elecciones.
La interrogante no es tanto si se vota o no, sino si hay alguien que merezca ser votado. Y como aún la clase política se guarda la respuesta, el nerviosismo no es menor. Aunque desde luego la solución no podrá ser la simple multiplicación de partidos, puesto que quien quiera que gane estará condenando a moverse en las pantanosas arenas del viejo régimen político, que en su evolución ha servido más para el reparto del poder entre ellos que para la distribución del bienestar entre los ciudadanos. Que ha servido más para que los partidos se aprovechen del erario y no para que los ciudadanos participen en las decisiones. Que ha servido más para los negocios entre el dinero y el poder político, que para el desarrollo económico y social.
Estas son las trabas no sólo políticas, sino también económicas del país. Crecimiento económico y transformación del régimen político tendrán que ir de la mano para que el país sea viable. Si hasta hace unas décadas hablar del cambio de estructuras causaba de inmediato el ser tachado de radical, hoy somos una mayoría cada vez más amplia quienes lo consideramos no sólo posible, sino necesario e incluso urgente, pues nos hemos quedado a la cola de América Latina, junto con los pocos países que no han aceptado cambiar su régimen político ni su posición en el mercado internacional. Por ello, cada vez con mayor frecuencia, analistas, dirigentes sociales y pueblo en general hablan de la reconstrucción del Estado mexicano.