ace unos días un amigo me envió una imagen de un fragmento de pintura mural teotihuacana que, al encontrarlo en una de las escalas de su viaje, le hizo nacer mil y una preguntas. De inmediato me hizo recordar una frase escuchada hace décadas: No dejo de asombrarme ante las maravillas de estas pinturas; por eso mi empeño en no dejar de dar voz y luz a la grandeza de estas obras
. Esta reflexión, llena de pasión, que una erudita mujer compartió con una de sus más cercanas colaboradoras, en la escalinata del Templo de las Inscripciones de Palenque, perfila el alma de una fecunda vida dedicada a indagar lo más humano del arte de nuestros ancestros.
En otra ocasión, hacia 1987, esa misma mujer tenía programado dictar en Tabasco dos conferencias sobre uno de los múltiples temas de su especialidad. Al bajar del avión en que viajó fue informada del fallecimiento de su compañera inseparable en las lides académicas y su más estrecha amiga. Martha Foncerrada había muerto, le dijeron. Quizá cualquiera de nosotros hubiera decidido emprender el regreso y vivir el duelo in situ, pero justamente por la entrega que profesaba a su labor de investigadora incansable y académica generosa, ella decidió sin vacilación que el mejor homenaje a su camarada recién fallecida, y la mayor muestra de respeto al público que la aguardaba, era dictar sus conferencias tal como estaban programadas.
Fue ese estilo personalísimo –mezcla de pasión y curiosidad académica, de modestia, de sapiencia y lucidez estética– y un hondo sentido humanista en su acepción clásica, lo que hizo de Beatriz de la Fuente paradigma de lo que debiera ser un axioma en el medio académico y científico: que la humildad y una incombustible capacidad de asombro son las semillas de la auténtica grandeza. Podemos pensar que, justamente por ello, doña Beatriz encarnó el espíritu del magisterio humanista más universal.
Hace una década, en una lluviosa tarde de octubre, un grupo de académicos de universidades de México y el mundo fueron testigos de la entrega de la Medalla Tatiana Proskouriakoff, otorgada por el Peabody Museum de la Universidad de Harvard, a esa mujer excepcional que dedicó su vida a escudriñar, en inquietantes esculturas y polícromos códices, pinturas y murales, el rostro y el corazón de nuestros pueblos ancestrales, para esclarecer lo que ella misma llamó nuestra conciencia de patria
.
Con esa actitud fue construyendo los múltiples aspectos de su herencia intelectual. Dentro de su vasto legado uno de sus más grandes aportes fue imbuir en nuestro medio académico la necesidad de un frente común para proteger de los peligros del olvido, mucho más amenazantes que las incidencias meteorológicas y naturales, a las más grandes obras del ingenio y de la imaginación de los antiguos mexicanos. En esa compleja labor, doña Beatriz siempre estuvo guiada por una aguda sensibilidad que le hizo justipreciar la raigambre universal del arte olmeca, teotihuacano y maya, tres de las arterias que nutrieron el alma del México antiguo.
Siempre nos recordó que para nuestros antepasados el artista era un ser predestinado que sabía dialogar con su propio corazón
, para introducir en todas las cosas el simbolismo de la divinidad. Ello le permitió comprender el arte mesoamericano y cristalizar tal compenetración en un magno proyecto de conocimiento y conservación de nuestro arte antiguo, quizás uno de los más importantes y exitosos que hayan existido en nuestro país: La pintura mural prehispánica en México, que encabezó casi hasta su muerte, en 2005.
Gracias a su magisterio La pintura mural prehispánica… sigue siendo lo que ella imaginó: un proyecto interinstitucional y de largo aliento que trasciende individualidades y coyunturas momentáneas. Honrando el espíritu comunitario mexicano, en él participan especialistas de las disciplinas más diversas, apoyados en las más modernas tecnologías de registro, exploración, detección, prospección y preservación. Al menos en este campo, y gracias a la visión de Beatriz de la Fuente, la bomba de tiempo implícita en la vulnerabilidad de la obra mural prehispánica está siendo desactivada.
Beatriz de la Fuente permaneció fiel a aquel canon que busca poner la imaginación al servicio de la historia. Tuvo la humildad y la inteligencia de colocarse frente a la obra de arte y de considerarla como espejo. Nos enseñó que este tipo de espejos adquiere sentido únicamente cuando una sociedad se mira en ellos. Sólo así esas superficies mágicas pueden decirnos de dónde venimos, qué imaginamos, cómo pensamos y qué anhelamos: sólo así la magia del espejo sigue viva. Doña Beatriz supo entender el sentido indígena de mirarse al espejo. Así comprendió a los artistas mesoamericanos que tallaron esculturas, y máscaras; que pintaron murales, que elaboraron códices, que erigieron ciudades; a aquellos hombres que son, ni más ni menos, nuestros semejantes, nuestros hermanos.
Hoy, gracias a la mirada de Beatriz de la Fuente, espejo es memoria. Así fue como encontró en la plástica mesoamericana nuestro rostro y nuestro corazón como pueblo. Así los invito a recordarla.
Twitter: @cesar_moheno