os atentados terroristas cometidos por Al-Qaeda contra la sede de la revista satírica y de humor francesa Charlie Hebdo nos llevan a reflexionar sobre la fe, la violencia religiosa y la libertad de expresión en una sociedad democrática.
Los creyentes en dioses y profetas, sea Mahoma, Cristo o Moisés; se consideren católicos, judíos o musulmanes; lectores de la Biblia, el Corán o la Tora, están sometidos a un doble vínculo, su religión y una sociedad que puede o no estar secularizada. En cualquier caso, poco cambia el argumento. En occidente el calendario es religioso, se celebran la Navidad, la Semana Santa, y la Iglesia católica ejerce su fuerza sobre el poder político. Bautizos, bodas, entierros, educación, negocios, bancos, etcétera, y sin embargo hablamos de la separación entre el Estado y la religión. El problema no es civilizatorio. Los guardianes de la fe, las iglesias y sus funcionarios, se consideran legitimados para blandir la espada contra infieles, herejes, blasfemos. El mensaje es simple: mostrar irreverencia conlleva sufrir castigo divino.
La libertad de expresión, se quiera o no, presupone la capacidad de escuchar, seleccionar y determinar la relevancia de lo dicho. No todo lo dicho por alguien debe concitar y ser digno de atención. Los ciudadanos pueden reivindicar su derecho al silencio, la indiferencia y la crítica. En eso consiste la libertad de expresión. Los regímenes antidemocráticos cercenan la cultura, ejercen la represión política, la censura, ahogan económicamente a los medios de comunicación social independientes, mostrando un fundamentalismo donde se recortan derechos políticos en nombre de la seguridad, la decencia, el decoro y las buenas costumbres.
A los presidentes de gobiernos y parte de figuras relevantes de la política que asistieron a la manifestación para condenar los atentados terroristas en París les importan un bledo las libertades de expresión y de prensa, así como el futuro de la revista Charlie Hebdo y la tolerancia religiosa. Su objetivo no es precisamente ese. Por el contrario, se manifestaron para reivindicar la lucha contra el terrorismo, sea el que fuere, donde y contra quien sea. Su propuesta: más seguridad a cambio de ceder libertades y derechos políticos. En nombre de la lucha antiterrorista han instrumentalizado el sentimiento de dolor y pesar de quienes condenan los atentados por el simple hecho de ser un acto contra natura. Su presencia es irrelevante cuando en sus países arremeten contra aquello que consideran estorbo, crítica mordaz o manifestación pro derechos y libertades, siendo unos inquisidores fundamentalistas. Basta recordar la presencia de Benjamin Netanyahu, responsable de matanzas al pueblo palestino en Gaza y Cisjordania. No todos son Charlie Hebdo.
Las religiones, sobre todo las monoteístas, ejercen la violencia, la persecución, matan en nombre del profeta, el elegido o Dios. Son las guerras santas. No es un problema de civilizaciones. El ojo por ojo y el diente por diente no es patrimonio de una sola religión. El castigo ejemplarizante está presente en todas. Lo sagrado no debe profanarse. Entre fundamentalistas, curas, rabinos, ayatolás; están presentes en la iglesia, la sinagoga o la mezquita.
En este contexto, la libertad de expresión no existe y practicarla supone caminar en el filo de la navaja. El inquisidor, el censor, el controlador de la fe, tiene en sus manos el don de perdonar o castigar. Ellos determinan cuándo, dónde y quién ha blasfemado. Son juez y parte. Las condenas deben cumplirse en lugares públicos para escarnio de la población. Las hogueras, empalamientos y lapidaciones cumplen esa función social, cuyo mensaje es transparente: tolerancia cero contra blasfemos, herejes e infieles. No hace falta ser fundamentalista islámico para asesinar en nombre del profeta. Basta profesar una religión y considerarse portador de la palabra de Dios en la tierra.
Sin embargo, no es crítica a la religión. La religión conlleva la sacralización de lo profano, pudiendo ser venerados objetos, personas e ideas. Para religiones, los colores. Los hay quienes adoran el neoliberalismo y matan por sus principios. Hay quienes veneran a Maradona, tienen su iglesia, pero no asesinan en nombre de él. También existen seguidores de la pacha-mama, los extraterrestres, serpientes y elefantes. Pero ninguno de ellos se considera en posesión de la verdad, proclaman una guerra santa contra el infiel y matan por imponer su credo. En ello estriba la diferencia entre el fundamentalismo religioso, la fe y el culto a los dioses, sea cual fuere. Condenar los actos terroristas de Al Qaeda en París, contra los redactores y policías es decir claramente: no al fundamentalismo, venga de donde venga y lo practique quien lo practique.