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El arriba nervioso y el abajo que se mueve
L

a situación en México es grave, muy grave. La novedad es que podría ponerse peor. El discurso público de los hombres fuertes del gabinete de seguridad nacional se ha endurecido, aunque comienzan a aparecer contradicciones en su seno. La decisión del gobierno federal de abrir al escrutinio público las instalaciones del 27 batallón de infantería del Ejército en Iguala ha generado animosidad en altos mandos castrenses y se manifiesta ya con mensajes no tan cifrados en los medios.

El 8 de enero, estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa tomaron una estación de radio en Chilpancingo y exigieron al gobierno de Enrique Peña Nieto se les permita entrar en instalaciones militares para buscar en vida a sus 42 compañeros detenidos-desaparecidos la noche del 26/27 de septiembre de 2014. Insistieron en que la Policía Federal y el Ejército son corresponsables o tuvieron algún tipo de participación en los hechos de Iguala. El lunes 12 la protesta social se exacerbó y derivó en un zafarrancho entre elementos de las policías militar y estatal con padres de familia y normalistas dentro de la base del batallón 27. El enfrentamiento dobló a las autoridades y, en un hecho inédito, el martes 13 la Secretaría de Gobernación anunció que el gobierno accedía a abrir los cuarteles, e invitó a la Comisión Nacional de Derechos Humanos a recorrer las instalaciones del polémico batallón.

Desde octubre pasado autoridades federales han intentado reducir el caso a los límites de Iguala y Cocula, y a la presunta colusión entre el ex alcalde José Luis Abarca y policías de ambos municipios con un grupo de la economía criminal. Esa ha sido la única línea de investigación del procurador Jesús Murillo Karam, quien se cansó pronto de las pesquisas y prácticamente decidió cerrar el caso con base en la teoría de la incineración: los muchachos fueron reducidos a cenizas, dijo. Ergo, están muertos y existen pocas posibilidades de que un laboratorio austriaco obtenga evidencias de las muestras de ADN (sin cuerpos no hay pruebas y sin pruebas no hay delito). Y váyanse con su música a otra parte, fue el mensaje institucional. Supérenlo ya, dijo Peña Nieto.

Pero el tesón en la búsqueda de las madres, los padres y los normalistas no cejó, y junto con sus abogados han insistido desde diciembre último en que se abra otra línea de investigación. Arguyen que en la indagatoria y el expediente hay elementos que señalan la participación de militares y miembros de la Policía Federal (PF) en los hechos. Existen indicios de que soldados del 27 batallón de infantería, con apoyo de elementos de la PF, acordonaron el área la noche del 26 de septiembre; que realizaron una operación de escudo y contención en las tres salidas de Iguala y rastrillaron la ciudad. Hay pruebas de que hostigaron y desalojaron a normalistas de un hospital privado. Después, ante la magnitud de los hechos y la visibilidad que cobraron, la operación se les salió de control.

Según Osorio Chong, esos señalamientos carecen de sustento y obedecen a afanes provocadores. Pero como se­ñaló Vidulfo Rosales, del Centro Tla­chi­nollan, no corresponde a las autoridades políticas exonerar (a los militares); los encargados de establecer si hay o no elementos para una consignación o para fincar responsabilidades deben ser un juez y el Ministerio Público. Como en el caso Tlatlaya, en el de Iguala la estrategia del gobierno de Peña Nieto ha sido encubrir a agentes del Estado; en particular, del Ejército y la Policía Federal. Ahora como entonces, Murillo Karam y Osorio Chong descalifican, tergiversan, ocultan, exoneran por adelantado y sin investigación de por medio a los presuntos responsables.

En el caso Tlatlaya ambos salieron chamuscados. Vamos, hasta el propio general secretario de la Defensa, Salvador Cienfuegos, tuvo que aceptar que soldados del 102 batallón de infantería ejecutaron de manera sumaria a 21 personas. Las fusilaron, pues. Pero en una operación de control de daños, la Sedena limitó la responsabilidad del hecho a un teniente y siete soldados rasos desobedientes e indisciplinados. Nunca se aclaró quién ordenó matar en caliente a los presuntos delincuentes; si la orden vino de arriba y bajó por la cadena de mando. Tampoco se sabe en qué punto se rompió la disciplina y el protocolo militares, ni por qué los altos mandos castrenses mintieron y ocultaron la matanza durante casi tres meses, con la complicidad del Ministerio Público.

Entonces, Osorio Chong dijo que había que entender Tlatlaya como un caso de excepción o una acción aislada. Sólo que el camino del Ejército está empedrado de muchas excepciones. Además, si se mintió en Tlatlaya, ¿por qué creerles ahora en el caso Iguala? La lucha tenaz de los padres y compañeros de los 43 desaparecidos logró la apertura de instalaciones militares y eso generó nerviosismo y contradicciones en el gabinete de seguridad nacional. La tensión aumentará con la llegada de un grupo de expertos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

Juan Ibarrola, vocero oficioso de las fuerzas armadas, escribió que el Ejé­rcito mexicano no es moneda de cambio en ningún tipo de negociación ( Milenio, 17/1/15). Afirmó que Peña Nieto sabe que el general Cienfuegos y el almirante Vidal Soberón son sus dos hombres de mayor confianza y jamás ordenará el dislate de abrir cuarteles. Que el mensaje enviado por el secretario de Gobernación, Osorio Chong, fue confuso y tendencioso, y que no se puede negociar la seguridad nacional con un grupo de culeros que controlan cuatro o cinco municipios. Y advirtió a los asesores del Presidente que a los militares no se les puede dar trato de policías ni someterlos al escrutinio público: Habrá que preguntarles a gobiernos anteriores cómo les fue cuando ofendieron a las fuerzas armadas. ¿Amenaza velada? ¿Llamado al golpismo? ¿Dónde queda la búsqueda de la verdad en el presunto Estado de derecho proclamado por el comandante en jefe?