a sabemos qué hacer. Necesitamos ahora acuerdo sobre cómo y con quién hacerlo.
Por Ayotzinapa las clases políticas perdieron la escasa credibilidad que tenían. Cristalizó así un consenso formado por larga experiencia: de arriba sólo viene violencia, corrupción, impunidad e incompetencia.
Otro consenso surgió al lado de éste: las instituciones mismas están podridas, no sólo quienes las dirigen. No están al servicio de la gente ni cumplen sus funciones. Necesitamos sustituirlas.
Se extiende, además, un consenso que viene de lejos. En las últimas décadas las clases políticas adulteraron y finalmente desmantelaron lo que quedaba de la Constitución de 1917. Necesitamos otra. O más bien: un mecanismo constituyente que formule desde abajo el nuevo orden social.
Para todo esto debemos concebir cómo nos deshacemos de lo que está y creamos mecanismos democráticos de transición que prevengan y contengan el desorden y la violencia actuales.
No hay consenso sobre la manera de hacer todo esto. Entre quienes comparten la convicción de que debemos remover a los funcionarios actuales y construir otras instituciones, algunos piensan que la única forma de conseguirlo sin violencia es mantenerse dentro de los marcos actuales, por el camino electoral y partidario. Según ellos, habría que utilizar las urnas hasta para descalificarlas. Cualquier otra vía sería ilusoria o antidemocrática y violenta. Surge así un diferendo profundo, porque otras muchas personas consideran que lo ilusorio y antidemocrático es seguir usando las urnas, enteramente inadecuadas para lo que se busca. Lo que hace falta es romper con los marcos actuales.
En este debate, como en otras cuestiones, pesa una antigua tradición que centra en un líder o un puñado de dirigentes la posibilidad del cambio. Según Luis González y González, desde el siglo XVIII se instala periódicamente en la rectoría de México un puñado de personas (políticos, intelectuales, empresarios y sacerdotes), que son las que principalmente parten el pan, planean y disponen el camino a seguir
. Quienes han sido responsables del cambio social, sostiene, son minorías rectoras, grupos de hombres egregios, asambleas de notables, no masas sin rostro ni adalides archidibujados
.
Esa visión de nuestra historia, que ignora a los millones de hombres y mujeres ordinarios que empeñaron la vida en los cambios ocurridos en el país o que los convierte en masas obedientes, manipuladas o controladas, forma una tradición vigente que se ha actualizado en la era de la globalización y los medios masivos de comunicación. Se sigue buscando a un líder o por lo menos a un partido o a un grupo. Deben constituir la minoría rectora, un cuerpo dirigente disciplinado y articulado. Sin ellos caeríamos en el desorden y la violencia y se frustrarían los cambios que buscamos.
Una vigorosa corriente intenta romper con esa tradición y plantea la reconstrucción desde abajo, por hombres y mujeres ordinarios, sin líderes, iluminados, expertos, vanguardias o partidos.
Es cierto que un puñado de hombres ha asumido la representación de todos los mexicanos desde que nació el país. Morelos afirmó que era sentimiento de la nación ser gobernada por la minoría criolla. Ese sentimiento prevaleció entre quienes forjaron el nuevo orden social, expresado en la Constitución de 1824, marginando a los pueblos indios, que representaban entonces dos terceras partes de la población y habían sido los principales protagonistas de la revolución de Independencia. De la misma manera, sucesivas élites convirtieron sus propios ideales e intereses en el molde en que debía vaciarse la voluntad nacional. El ritual de las elecciones, que se mantuvo hasta en tiempos de la dictadura para legitimar el pacto social impuesto desde arriba, nunca logró compensar esa ausencia de la mayoría. La voluntad general no puede reducirse a la agrupación estadística de votos individuales, para elegir personas o definir posturas. Mis sueños no caben en tus urnas
, dijeron bien los indignados de España.
No es un documento lo que nos reconstituirá como nación o nos permitirá reconstruir convivencia y tejido social, así fuera formulado con sentido social y ardor patriótico por las mejores mentes del país. Como decía Lasalle, las cuestiones constitucionales no son asuntos de derecho sino de poder. Se trata de definir quiénes lo tienen y cómo se articula y construye la voluntad general: arriba o abajo, con elecciones que lo delegan todo en unos cuantos... o sin ellas, con la gobernanza autónoma.
Ante la inmensa tragedia nacional, ninguna asamblea de notables puede asumir la transición y menos aún determinar el nuevo rumbo y las maneras de reconstruirnos. El desafío consiste en lograr que los muy diversos sujetos sociales que desde abajo han estado resistiendo el despojo y la opresión sean finalmente los que conduzcan la transformación. Lejos de representar el caos y el desorden, confiar en la sabiduría y experiencia que desde abajo se ha estado acumulando es la única alternativa al caótico desorden que caracteriza el momento nacional y seguirá mientras nos sigamos rindiendo a la ingeniería social de arriba.
En ese tránsito, necesitamos también a ciertas personas, un puñado quizás, que sean garantes morales de la transición, aglutinen consensos y nutran intelectualmente el cambio. El gobierno no estaría en sus manos, sino en las de la propia gente, que vigilaría, controlaría y reconstruiría las instituciones. La democracia estaría, así, donde debe estar: donde está la gente. Y ella sería quien sustentara el orden social y fuera valladar contra el caos y la violencia actuales.