Opinión
Ver día anteriorMiércoles 21 de enero de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El rey desnudo
H

ablar de Estado fallido en México, me parece indiscutible si con ello se refiere a que el Estado mexicano no garantiza ni el más elemental derecho ciudadano, que es el derecho a la vida. Sin embargo, la más de las veces, dicho concepto se utiliza en referencia al planteamiento de un ilustre sociólogo alemán, Max Weber, para quien ‘‘el Estado es una relación de dominación de hombres sobre hombres, que se sostiene a partir del exitoso ejercicio del monopolio de la violencia física legítima al interior de un territorio”.

Si bien es cierto que la ausencia de dicho monopolio pareciera una obviedad en medio de la lucha armada que se vive en México por el control de territorios para la producción, trasiego y venta de droga, incluyendo secuestros, esclavitud –trata– de personas, derecho de piso, etcétera, en contrario existen elementos de mucho peso para sostener que el ejercicio de esa violencia ha sido tutelada, consentida o viene directamente del Estado.

Sin olvidar que el narcotráfico es un negocio que en parte muy importante nació de una política de Estado, como la siembra de amapola durante la Segunda Guerra Mundial para proveer de morfina a los servicios médicos de las tropas estadunidenses, pero más allá de este origen y aceptando que el narcotráfico cuenta con operadores civiles a los que se les llama narcotraficantes, es un secreto a voces, ¡que explica la persistencia y magnitud del problema!, que, con la tolerancia o participación directa de funcionarios civiles en todos los niveles de gobierno, su estructura más sólida y sus jefaturas operativas están constituidas dentro de las propias fuerzas armadas del Estado –policías municipales, estatales y federales, el Ejército y la Marina– y cuyo invisible Estado Mayor y beneficiario (A. Gilly: La Jornada, 23 de mayo de 2014), está constituido por banqueros y grandes empresarios que cuentan con la connivencia e indispensable colaboración de los controles fiscalizadores del Estado y del aparato de justicia. Es decir, que el negocio del narcotráfico, con la criminalidad y violencia que ha catapultado en todo el país, fundamentalmente deviene y se articula en las estructuras del propio Estado.

En México no vivimos una guerra contra las drogas sino una guerra por su control, cuyo trágico saldo, en tan sólo siete años, es de más de 120 mil personas asesinadas, más de 20 mil desparecidas, más de 250 mil desplazadas, así como más de 20 mil huérfanos.

Referir al mexicano como Estado fallido, insisto, a partir de una supuesta pérdida del monopolio de la violencia, tiende a exonerar a dicho Estado de su participación directa y diversa en la comisión galopante de delitos y la consecuente crisis humanitaria que sufre el país, además de que confunde la inexistencia de dicho monopolio con su pérdida creciente de legitimidad. En pocas palabras, el monopolio estatal de la violencia persiste, pero no así la legitimidad requerida –entiéndase aceptación social significativa– para hacer perdurable o exitoso su ejercicio.

Propiciada por el abandono de su responsabilidad como garante de los derechos ciudadanos y sociales, así como por su brutal discrecionalidad y ausencia del respeto que deben a su propia legalidad, las instituciones del Estado han sufrido una pérdida creciente de credibilidad y aceptación social –legitimidad– que ha desembocado en lo que se conoce como una crisis de legitimidad, donde la violencia estatal es crecientemente percibida por los dominados como fuera de su base legal y sin argumentos que la justifiquen.

Los grupos dominantes venían practicando con relativa tranquilidad y ya por largo tiempo, el peligroso juego de simular respetar la norma y quebrantarla consistentemente, pero la masacre y desaparición de 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa derramó el vaso y la reacción social que produjo ha logrado poner al descubierto que en México el estado de derecho es una entelequia y que el gobierno y el crimen organizado son las dos caras de una misma moneda, que empieza a ser referida como narcoestado. La ya golpeada credibilidad del régimen cayó a niveles inéditos y su legitimidad se partió en pedazos, tantos como mentiras burdas ha inventado el gobierno encabezado por Enrique Peña Nieto, para encubrir ese crimen de Estado y eludir su responsabilidad como jefe del mismo. En un par de vertiginosos meses la indignación social, inteligentemente organizada en masiva y persistente protesta callejera, ha transformado la crisis de legitimidad en una crisis política, quizá la más profunda que haya vivido el México posrevolucionario ya muy próximo a sus de 100 años de vida. El régimen ha perdido sus oropeles democráticos y el rey en turno se pasea desnudo…