s tiempo de un cambio radical en nuestras formas de pensamiento. El mundo actual requiere transformaciones profundas en las estrategias políticas, económicas y sociales para alcanzar nuevas metas de desarrollo que permitan mejorar la calidad real de nuestras vidas, así como la creación de más y mejores oportunidades. Esta conclusión se aplica tanto a escala internacional como en el caso particular de México. Como lo he señalado en mis artículos anteriores, la creciente desigualdad en muchos lugares del mundo lleva implícita la contradicción entre los factores de la producción y los autores que la padecen y la experimentan, que seguramente terminará en grandes tensiones sociales y crisis políticas ligadas a la inestabilidad, ya que hasta hoy no se avizora un cambio drástico de objetivos ni de rumbo.
Los riesgos cada vez se vuelven más reales, pues aunque algunas personas han alcanzado niveles de vida, confort y lujo exagerados, los problemas sociales que los rodean aumentan las amenazas, porque están basados en altos costos de explotación y marginación humanas. Las consecuencias para quienes ya se les han acabado las alternativas para sobrevivir y ser felices, son depresión y ansiedad, enfermedades físicas y mentales, vicios, pobreza extrema en la vida comunitaria, que se traducen en violencia, abuso en el consumo de drogas y alcohol, personas devaluadas que se sienten inferiores y muchas otras enfermedades sociales que se manifiestan con más fuerza en las naciones que son más desiguales, pero al final esta situación se vuelve irreversible y daña a la sociedad en su conjunto.
En la actualidad, y en México es cada vez más evidente, la política ha perdido el sentido del idealismo y la habilidad para inspirar. Muchos intentos de cambios y reformas han abandonado gradualmente el sentido de visión de estadista, de coherencia y de dirección. Incluso estrategias y medidas de políticas progresistas perdieron los objetivos de promover un movimiento social y un cambio económico para producir un mejor nivel de vida para todos. Los sindicatos, los campesinos e indígenas, las mujeres, los jóvenes y otros sectores de la sociedad han sido excluidos de proponer y participar activamente en generar propuestas para reducir la desigualdad.
Las políticas conservadoras, la desconfianza, la ambición y la avaricia desmedidas de algunos grupos empresariales y de políticos insensibles y reaccionarios, todo ha creado una situación que en lugar de mejorar al país y a la sociedad, ha generado mayores problemas derivados de la creciente concentración del capital en cada vez menos manos. Los sindicatos no pueden ni deben permanecer al margen de esta terrible y peligrosa circunstancia. O se promueve una mayor y más sólida unificación entre las organizaciones, o dentro de poco tiempo las contradicciones van a desaparecer al movimiento sindical, si no es que a arrastrarlo a un serio y profundo dilema de la lucha por la sobrevivencia más elemental.
La desigualdad social creciente y la política de bajos salarios, aceptada por la mayoría de las confederaciones de trabajadores oficiales, e incluso algunas no tan institucionales, han rebasado la participación de los líderes sindicales que ya no son alternativa para la democracia y la libertad, y mucho menos representan los intereses por los que han luchado toda su vida para tener un nivel justo y decente que satisfaga las necesidades básicas y crecientes de las familias.
Cómo es posible que hoy México tiene prácticamente los salarios más bajos de América Latina, con los mínimos no de bienestar, sino de explotación creciente, y que los sindicatos corporativos acepten y firmen que no es necesario incrementar los ingresos de los trabajadores, y que, por el contrario, sea un partido político de derecha el que demagógicamente exija un cambio en la estrategia laboral y de fijación de salarios de miseria, así como el establecimiento de topes o techos a los que negocian un poco más libremente. Es absurdo y contradictorio no sólo por razones de justicia y dignidad, sino desde el punto de vista de la racionalidad económica, porque un modelo así reduce el consumo, la demanda y el estímulo a la inversión.
El crecimiento y la mejoría de la economía popular no pueden depender y estar basados sólo en los incrementos de la productividad y la competitividad, porque estas, a su vez, dependen de las inversiones en capital y tecnología, en la búsqueda de nuevas y mejores oportunidades de mercado, en la reorganización de las empresas, en su eficiencia productiva, en la honestidad y la transparencia, así como en el humanismo y la moral social con que se conduzcan gobernantes, empresarios y líderes sindicales.
La realidad es que la clase trabajadora y buena parte de la sociedad se encuentran dominadas por gobiernos que no se atreven a dar el apoyo y el impulso al movimiento obrero organizado, por propietarios de compañías o administradores de dependencias oficiales que por ambición y miopía tienen temor y desconfianza de sus empleados, y por dirigentes sindicales débiles o complacientes con los patrones por conveniencia e intereses personales. Esta situación peca por lo menos de insensibilidad y falta de visión, pues un país que carece de sindicatos fuertes pierde la base de la estructura para generar cambios y transformar a la comunidad.
No es a través de declaraciones y propuestas como se puede cambiar y revertir el atraso y la falta de equidad. Se requiere de un nuevo modelo de desarrollo que busque verdaderamente lograr mayor seriedad y consistencia, para transformar las condiciones de abandono y marginación que prevalecen en muchos sectores y regiones del país. Hoy es tiempo de establecer verdaderos compromisos y luchar seriamente por unificar y fortalecer al movimiento obrero para crear un nuevo sindicalismo, con una visión y objetivos diferentes. El propósito es frenar y acabar con la corrupción, la indiferencia y el egoísmo, porque estos no pueden ser los objetivos de una sociedad cada vez más necesitada y abandonada a mayores injusticias, inseguridad y desigualdad.
Por el contrario, ser un buen gobernante implica la sensibilidad, la claridad, la perspicacia, la previsión y la intuición de un estadista. Ser un político decente es trabajar sinceramente por el bienestar de la mayoría y cuidar el patrimonio y los recursos de una nación para ser distribuidos con equidad y eficiencia. Ser líder sindical implica auténticos compromisos de servir a sus representados y actuar con honestidad y transparencia, sin vender los contratos colectivos. Ser empresario con responsabilidad social es actuar con justicia, respeto y dignidad hacia y para los demás, especialmente hacia los intereses de la nación y de sus trabajadores.
En estos momentos de la vida nacional o cambiamos todos la mentalidad y el sistema económico, político y social para terminar con las injusticias y la desigualdad, o veremos cada vez tiempos más difíciles para todos, mayor inseguridad y menor certidumbre. A esto nadie se va a escapar. Desde hace por lo menos 10 años propuse a importantes dirigentes sindicales la necesidad de organizarse y unificarse con mayor solidaridad, porque la unidad da la fuerza y ésta, el poder para defender y proteger los derechos de los que menos tienen, pero también porque representa un instinto de conservación ante todas las injusticias y abusos que se cometen en el mundo actual. Aunque todos parecieron estar de acuerdo, casi nadie actuó en consecuencia hasta el momento, en que la realidad y la crisis ya los rebasaron. O nos ponemos a trabajar en serio por el bien de la clase trabajadora y las futuras generaciones del país, o todos nos vamos a lamentar de cometer el mismo error, sin siquiera luchar y combatir por la justicia, la democracia y la libertad.