as contradicciones entre el discurso político y las evidencias objetivas sobre la crítica situación nacional son la muestra más clara del desprecio que hacia la verdad profesa el grueso de la clase política mexicana y los poderes fácticos que la acompañan. No estamos ante una simple cuestión de percepciones diferentes sobre la realidad, sino ante el ejercicio cínico, descarnado y profundamente criminal de la mentira a través de la manipulación mediática de una sociedad mayoritariamente hundida en la miseria, o en el mejor de los casos sumergida en la precariedad salarial y educativa. Sólo así se explican los mensajes que los partidos políticos, con el PRI y el Verde a la cabeza, disparan desde hace meses sobre la población mediante radio, televisión, prensa y espacios públicos de todo tipo.
La planeación, frecuencia y, sobre todo, los inmensos recursos de oscura procedencia que sustentan esa propaganda, tienen como objetivos la confusión y el engaño, aspectos que defienden teóricos y mercenarios de la publicidad, quienes venden sus servicios con el argumento de que lo importante no es la realidad sino la percepción que logren construir de ella en la gente. Por ello existen publicistas que aceptan cobrar fuertes sumas por diseñar mensajes inauditos donde el priísta César Camacho, líder nacional del partido de Cuauhtémoc Gutiérrez, denuncia la corrupción de sus rivales políticos, por señalar un ejemplo.
Este sistemático bombardeo mediático sobre una población inerme y predominantemente despolitizada implica una fuerte carga de violencia, que destruye paulatinamente las últimas posibilidades de transitar pacíficamente hacia la democracia. La escasez de espacios mediáticos libres, al servicio de la verdad, del debate de ideas y de los intereses ciudadanos, y que pudieran servir para contrarrestar los efectos de la propaganda basada en el dinero y el engaño, agrava un contexto nacional de acumulación de impunidad y corrupción que está a punto de estrangular al país.
El ejemplo paradigmático de esta situación lo representa Enrique Peña Nieto con su decidida intención de extraviar la memoria social a golpe de propaganda sustentada en la mentira, tal como lo hacen sus compañeros de viaje político en la senda de la corrupción que recorren desde hace tiempo. Frente a sus actos documentados de conflicto de interés, tráfico de influencias o tolerancia hacia la impunidad de su círculo más cercano, Peña Nieto y su partido le apuestan a la publicidad y a lograr por esta vía una especie de asimilación colectiva u olvido social de los agravios. ¿Cómo resistir a tal intento? ¿Cómo recuperar la contundencia de la realidad que se quiere ocultar? ¿Cómo lograr que Peña Nieto reflexione sobre la gravedad de sus actos?
Frente a un Presidente ajeno a las letras y sin formación humanística, sugiero que los mexicanos acudamos a los orígenes de la historia para rescatar el viejo ideal de convertirla en maestra de la vida y la política. En la tradición occidental la historia, como indagación de los hechos pasados, surgió en el Asia Menor y en el Ático griego en el siglo V a.C. merced a las obras de Heródoto y Tucídides, quienes narraron las guerras de su siglo y analizaron con especial cuidado a los hombres que ejercieron el poder, sus motivaciones y, sobre todo, los contrastes entre aquellos que con sus acciones engrandecieron a sus pueblos y aquellos otros que los hundieron con sus miserias y ambiciones.
Tucídides, por ejemplo, destacó en su historia de la guerra entre Atenas y Esparta la trayectoria del ateniense Pericles como militar comprometido, político honesto y ciudadano ejemplar, defensor de las primeras formas de democracia en Occidente. Fueron esas cualidades la base de su ascenso al poder y del apoyo que logró de los atenienses en las acciones que emprendió para engrandecer Atenas, y que dejaron una huella que perdura hasta hoy. Sin embargo, la legitimidad de su poder y liderazgo quedaron a prueba en los momentos de mayor sufrimiento para su pueblo, mismo que había aceptado apoyarle en su decisión de ir a la guerra contra Esparta: en el año 430 a.C., segundo de aquel conflicto, y tras resistir dos invasiones de los espartanos, una peste asoló a los atenienses quienes, debilitados en su ánimo, decidieron culpar a Pericles de todas sus desgracias.
Entonces Pericles convocó a una asamblea para enfrentar los cuestionamientos de su pueblo, mismo que decidió multarlo para finalmente ratificarle su mando y autoridad como estratega al frente de todos los asuntos públicos de Atenas, incluida la guerra. Ello fue posible porque el pueblo ponderó que en tiempos de paz había gobernado con moderación y garantizado la seguridad, y en tiempos de guerra se manejaba con prudencia y apegado al interés común por encima de los intereses particulares. De acuerdo con Tucídides, Pericles podía enfrentar el enojo de su pueblo por la autoridad que acumuló gracias a su prestigio y talento, por ser manifiestamente insobornable, pero sobre todo por no haberse hecho del poder por medios ilícitos, condiciones que lo facultaban para hablar con la verdad y guiar a su gente en cualquier situación. En el 429 a.C. Pericles murió víctima de la epidemia.
Este fragmento de historia antigua puede ayudarnos como mexicanos a eliminar parte de las propagandísticas sombras que obstruyen la visión clara sobre una contundente realidad: el actual Presidente de México no tiene autoridad para gobernarnos, carece de prestigio y talento, trabaja en contra del bien común, es manifiestamente sobornable y se hizo del poder por medios ilícitos. Con tales prendas sólo puede encabezar una nación convertida en cementerio clandestino, hundida en la corrupción, el crimen, la desigualdad, la impunidad y el saqueo. La lección de la historia es cruda y urgente: Peña Nieto jamás podrá verse en el espejo de Pericles.