onocí a Rossana Rossanda a comienzos de los años 70, ya bien entrado el sexenio de Echeverría. Había venido a México para intervenir en el Coloquio de Invierno que todos los años, a través de la Facultad de Ciencias Políticas, organizaba la UNAM, como estímulo al debate de ideas en un ambiente de libertad y tolerancia. Los temas eran muy diversos, actuales; los invitados elegidos por su prestigio daban cuenta de la pluralidad ideológica del mundo contemporáneo. Gratuitas y abiertas a todos los públicos, dichas jornadas dejaron su impronta en la formación cultural de varias generaciones. Aquel año, junto con Rossana arribaron Fernando Claudín y Lucho Magri, cuyas voces disidentes ya anunciaban la crisis y el colapso del socialismo soviético. Los acompañaba K. S. Karol, periodista crítico, temido y admirado por crónicas como Los guerrilleros al poder o China: el otro comunismo y sus artículos sobre la actualidad del socialismo real. Convenimos en conversar (los redactores de Punto Crítico) después de la mesa redonda en Ciudad Universitaria.
Conocíamos la trayectoria política de los italianos por las Tesis de Il Manifiesto (editadas por ERA), el periódico que les permitió elaborar después del 68 el tejido fino una alternativa al comunismo soviético y al reformismo más adocenado, sin abandonar la postura crítica al capitalismo. Y a Claudín por su extraordinario análisis de la crisis del movimiento comunista internacional, un libro indispensable para comprender lo ocurrido después, con el derrumbe del Muro de Berlín y demás. Desde el primer momento Rossana nos cautivó con esa manera de razonar incisiva e irónica, a la vez elegante y profunda, que unía en la palabra los ríos de la cultura y la política, la experiencia militante y la voluntad teórica. Sobre esos años, escribirá después: En 1969 llamarse comunista no era algo puramente simbólico: las luchas de los años 60, los movimientos estudiantil y obrero del 68 y del 69, la anunciada victoria de Vietnam, los problemas que planteaba China sobre la naturaleza del socialismo real, permitían apuntar como objetivo realizable una transformación de las relaciones de fuerza entre las clases, y en el seno de las mismas. No sólo entre nosotros sino en el PSIUP y en más de uno de los grupos que habrían intentado dar vida a las fuerzas extraparlamentarias se había reflexionado ya sobre los límites de una revolución desde el vértice, solamente política, sobre los de una mera sustitución del capital privado por el público, se habían abierto impetuosamente camino dos temas de gran relieve que estaban ausentes de la agenda del socialismo: el feminismo y la ecología
. Los tres invitados querían saber más del país y no se ahorraron las preguntas en torno al Estado, la clase obrera y la izquierda. Querían adentrarse en el significado del movimiento de 1968 escuchando la voz de algunos de sus dirigentes más importantes que allí estaban, indagar sobre el Estado creado por la Revolución Mexicana, pero el gran tema, el que de veras les preocupaba en el marco del post 68, reitero, era el destino del proyecto comunista, que ya entonces revelaba esa trágica condición de experimento imposible
, término acuñado más tarde por Paramio para describir la naturaleza de la sociedad y el Estado soviéticos.
En ese punto teníamos más desacuerdos que coincidencias. Muchos pensábamos que el debate sobre el socialismo sólo dividía y sembraba la confusión
. Si acaso tenía sentido en Europa, pero no estábamos en Europa y nuestros problemas eran muy fuertes: el imperialismo (del que ya se hablaba menos) no era un tigre de papel
y en l974 aún no acabábamos de asimilar la derrota chilena. Además, allí estaba la exitosa evidencia de Cuba, apoyada generosamente por las arcas y los escudos soviéticos ¿Valía, pues, reavivar las críticas al campo socialista que, pese a todo respondía con rapidez solidaria al tercer mundo y cuya existencia presumíamos fundamental para la futura revolución latinoamericana? Rossana no aceptaba tales formulaciones pragmáticas ni tampoco la idea de que en el socialismo la libertad se había cancelado para fortalecer la igualdad, objetivo imposible de cumplir bajo un régimen edificado sobre los privilegios y las exclusiones impuestas por una jerarquía omnipotente. De palabra, Rossanda parecía menos radical que Claudín, quien a diferencia del grupo de Il Manifesto, no esperaba ya demasiado de las revoluciones periféricas, ni se hacía tampoco ninguna ilusión con el comunismo chino, que acababa de sepultar los últimos vestigios de la Gran Revolución Cultural. Admitía, sí, que la URSS, en función de sus razones de Estado, es decir de sus propios y autónomos intereses, aún podría sacrificar más su desgastada economía para ayudar a otros, lo cual se confundiría con el genuino
internacionalismo. Pero la verdad, razonaba, si el PCUS se veía forzado a desplegar una política de solidaridad con las revoluciones de otros países, eso en definitiva no cambiaba en nada la naturaleza no socialista
del Estado soviético, como no bastaría, años después, para impedir la crisis inevitable de aquellas indefinibles sociedades. Fue un encuentro vivificante. Nadie sospechaba entonces el poder de la naciente revolución conservadora que llevaría a la transformación del capitalismo hacia nuevas e inesperadas estaciones, aunque la internacionalización del capital y la preminencia del sector financiero ya asomaban las orejas de la globalización. La izquierda se quedó atrás de los cambios objetivos y subjetivos: no pudo responder a la crisis con una alternativa viable y cayó el esclerotizado socialismo. El tema de la democracia no era como pudo observarse un tema formal, subsidiario. Concomitantemente, disminuyó la presencia de la fuerza de trabajo en la orientación del Estado. Hoy, cuando se intenta dar la puntilla a los derechos sociales, conviene revisar los yerros y las aportaciones, que también las hubo, de otras épocas, cuidando no revivir los maniqueísmos doctrinarios que dan forma a los más fallidos radicalismos.
Rossana y Karol, su compañero, se fueron al día siguiente a visitar el esplendor de la cultura maya invitados por el presidente. Unas semanas después recibí una afable carta suya donde hacía un breve balance del viaje a México. Entre otras cosas, recordaba algunos pasajes de su conversación con Luis Echeverría, entre ellos su respuesta a la pregunta de por qué un presidente que se decía reformista apoyaba hasta la ignominia al sindicalismo charro, asunto del que se había hablado mucho durante nuestro encuentro en México. El jefe del Estado mexicano habría dicho: Para evitar que el país caiga en la violencia
. Cuestión de seguridad nacional. Nada que hablar. Hoy que traigo a la memoria ese tiempo no puedo menos que lamentarme por ese desprecio a las fuerzas del trabajo, que todavía sustenta a un régimen injusto reproductor de la desigualdad. Pero no puedo sino sorprenderme del desinterés de las izquierdas de hoy por hacer suyos los principios de la igualdad como seña de identidad. El viejo corporativismo subyace bajo el manto de la democracia.
A Raquel Tibol, por su obra.