e las múltiples zonas oscurecidas por el olvido que tienen los sucesivos gobiernos de la República, una es imperdonable: la vida y vicisitudes de los jornaleros. El reciente descubrimiento, vía la televisión privada, de la explotación inmisericorde que padecen, en tierras de Baja California Sur, un grupo de trabajadores tarahumaras, fue una fea sorpresa que acongojó a más de uno. Ese caso, terrible, habría pasado sin que autoridad alguna tomara cartas en el asunto. Pero lo más reprobable de las ausencias del gobierno federal (y de muchos estatales) se descubre con la irrupción masiva y violenta de los jornaleros en el Valle de San Quintín en la escena actual. Un verdadero enjambre de cerca de 80 mil trabajadores, todos indígenas de diversas etnias.
Otro mundo aparte se arrellana alrededor de la información, la crítica, la difusión y la interrelación con los medios masivos. En este campo, los gobiernos son, crecientemente, activos participantes. Su atención para con ellos abarca inmensas zonas de contacto: el gobierno es oficiante en sendos canales televisivos, dueño de diarios, formidable anunciante, dispensador de favores, atento, receloso y en ocasiones hasta despreciativo con los periodistas independientes y críticos. Al mismo tiempo es permanente investigador del ánimo popular, cotidiano escucha de la radio, lector de periódicos (aunque sea a través de resúmenes), benefactor para con sus aliados (orgánicos) y severo con la disidencia.
La rebelión de los jornaleros del Valle de San Quintín era un suceso esperado por aquellos que entienden o se preocupan por los de mero abajo. Se incubó, por largo tiempo, con desprecios e intereses cruzados con esa parte correspondiente del empresariado. Los trabajos forzados a los que han sometido a los oaxaqueños, chiapanecos, poblanos, guerrerenses o veracruzanos que fueron a dar a esos ranchos, abarcan, al menos, dos generaciones, sino es que tres. En estos extensos y productivos valles agrícolas no hubo la graciosa intervención de las televisoras o de reporteros extraviados, sino la súbita, masiva explosión del corajudo descontento popular. Uno que ya no permitió ni aguantó un día adicional de vejaciones. La irrupción de esos trabajadores es, para motivos de la actualidad nacional, un hecho de la mayor relevancia. Ver una muchedumbre de campesinos, mal ataviados, cortar caminos y agruparse en torno a sus nuevos liderazgos es causa de asombro y temores de las autoridades estatales y federales. Revela muchas aristas de la problemática. Una, para empezar, es la voluntaria ignorancia de lo que ahí sucede por investigadores, comunicadores y gobierno. Dos, la connivencia de empresarios con las autoridades estatales. Tres, el manoseo criminal de los sindicatos blancos y oficialistas (CROM, CTM). Aun cuando todavía ha quedado confinado a sólo algunas líneas del periodismo apegado a la versión oficial y el discreto menosprecio de los medios electrónicos, su importancia no podrá, en adelante, ser soslayada o incluso tratar de ningunearla, tal como hasta ahora. La fuerza de su protesta ya se siente hasta la cúpula del poder establecido. Sin embargo, las autoridades federales todavía tratan de bajarle el tono a las básicas, inexplicables exigencias de tan numerosos trabajadores del campo. Inexplicables por ser tan perentoriamente humanas: inscripción en el IMSS, salario digno, trabajo de ocho horas en lugar de 16, descanso de un día a la semana. Otras son también graves: pago de horas extras, derecho a sindicalizarse con libertad, salario remunerador (300 pesos al día) y otro tanto por la recolección efectiva de productos que, en las mismas calles circundantes, tienen un valor bastante mayor.
Los jornaleros han caído en un hueco inmenso de silencios e ignorancia en el quehacer de los políticos mexicanos. Los han considerado focos de atención a golpes de conflictos y llamaradas repentinas. Su situación ha sido terreno baldío, sólo digno del clasismo racial que afecta a muchos connacionales. Las prioridades del neoliberalismo por los fundamentales macro y las finanzas no les reservan lugar en los programas y burocráticos documentos. Ni siquiera para atraer sus votos los ven, porque un inmenso número de ellos no tienen registro alguno, ni siquiera cuentan con actas de nacimiento. Resalta, en estos momentos álgidos, la distancia con el gobierno panista de Baja California. El gobernador no quiere atender a esa muchedumbre de rijosos. Los ve desde el aire, desde el campo militar o en una forzada visita rápida en selecto hotel de la comarca. Varios altos funcionarios de su gobierno son, al mismo tiempo, empresarios agrícolas (ranchos), ilegítima connivencia que se repite durante años. Este cruce de papeles e identidades ha impedido, antes, ahora y después, la debida comprensión del problema y, por tanto, su tratamiento. En el actual diferendo y negociaciones ha sido notoria la ausencia de los empresarios, algunos, dirigentes de trasnacionales boyantes. Tales empresas son, en cierta forma, discretas potestades.
En la comunicación social el gobierno, en sus tres niveles y poderes, adopta variados roles. Es árbitro, regulador, patrón, contratante, juez severo, orientador o cómplice. Nadie puede ignorar su presencia decidida en la conformación (leyes) vigilancia e impulso del aparato comunicacional del país. Las deformaciones que esta clave actividad ha venido padeciendo se deben, en gran parte, al manoseo que los distintos gobiernos han ejercido sobre tan vital actividad. Unos más que otros es cierto. Pero el actual, tan dependiente como interesado, está llevando las cosas a extremos indebidos y muy poco sanos para la vida democrática de la nación. Los efectos de tal involucramiento se verán con clara trasparencia en unos dos o tres años a lo sumo. Entonces, ya todo será parte de un pasado de incomprendidas frustraciones.