olví a Centroamérica hace unas semanas, y me propuse leer otra vez a Miguel Ángel Asturias y El señor Presidente. Fui a la Gandhi y, obviamente, no lo tenían. Bueno, lo tenían en el catálogo, pero no en existencia. La solución rápida, eficiente y gratuita fue recurrir a Internet y bajarlo a la tablet.
Centroamérica, tierra de volcanes y Balcanes, donde alguna vez cundió el sueño centroamericano de unidad y prosperidad compartida a partir de proyectos reformistas como el de Arbenz. Pero ahora el pueblo se consuela con el sueño americano. Hoy, como ayer, la posibilidad de trabajar para el imperio es la cruda realidad, sea en la república bananera o lavando platos en Washington, DC.
La literatura te da el tono, los matices, los colores y los olores de un país. Leer a Vargas Llosa es volver a Miraflores, donde el nombre no es ficción, es un barrio clasemediero de casas con antejardín, donde la humedad promedio de 90 por ciento, de casi todo el año, genera una abundante floración.
Pero al salir de ese nicho miraflorino y pasar hacia el centro y los conos (barriadas), uno se encuentra con Lima la horrible, como escribiera Augusto Salazar Bondy, donde el polvo gris y el esmog se pegan con la humedad a los muros, dando un aspecto de vestustez y abandono difícil de olvidar.
Recuerdo haber ido a Moissac, en el sur de Francia, a visitar una abadía románica del siglo XI con un tímpano, verdaderamente alucinante. Parece un cuadro del Bosco, lleno de santos rodeados de animales, monstruos y escenas terroríficas, como aquella de una mujer calavera que tiene una serpiente enroscada que mama de sus pechos. En este caso fue la novela de Umberto Eco El nombre de la rosa la que me llevó a hacer el viaje. De ahí retoma la descripción que hace de la portada principal de la iglesia de la abadía.
Después de un viaje a Ecuador y Galápagos, empecé a leer a Darwin, El origen de las especies y El viaje del Beagle, y lamento no haber planeado haberlo hecho durante esa travesía, que quizá sea irrepetible. Pero tengo la esperanza de ir a otra de las islas oceánicas del Pacífico, la de Pascua, y ya tengo en mi librero Aku-Aku, del explorador noruego Thor Heyerdahl.
En Barcelona recuerdo haber realizado una agotadora caminata siguiendo el rastro de Gaudí: de la Pedrera al Paseo de Gracia y de ahí a la Sagrada Familia, para terminar en el parque Güel. Una verdadera indigestión de arquitectura que de vez en cuando rememoro con varios libros sobre su obra, libros de las cuales uno no se desprende y que permiten volver a viajar desde el sillón de la sala.
En ocasiones hay que volver porque no se pudo verlo todo. Después de un viaje alucinante en Semana Santa, en trenes italianos atestados y atrasados, llegué a Nápoles y de ahí, en un trenecito, a Pompeya, al pie del volcán Vesubio; ciudad que hay que visitar, intacta desde los tiempos de Cristo.
Me impresionaron sus calles, el sentido de urbanización y la señalética, como se dice ahora, porque las calles tenían nombre en las esquinas. Me decepcionó sólo ver algunos murales. Resulta que están bien preservados en el museo de Nápoles y no tenía tiempo, ni idea… será ocasión para volver.
Al parecer, el género de los libros de viaje languidece ante el empuje editorial de las guías que te señalan, pasito a paso, todo lo que un buen turista informado y estandarizado tiene que ver. Pero hay viajes imposibles, donde uno puede subirse al barco con la lectura. Por ejemplo, leyendo a Antonio Pigafetta y su extraordinaria aventura de cruzar el estrecho de Magallanes, con Magallanes como capitán, y llegar a Cádiz con Sebastián Elcano, después de haberle dado la vuelta al mundo.
Otro viaje alucinante es el de Aguirre, quien se interna en la selva Amazónica siguiendo el curso de los ríos hasta llegar al Marañón y luego en balsa al Amazonas. Pero el destino y la riada lo llevaron al Orinoco, y terminó en Venezuela y no en la desembocadura natural, Brasil. Hay temporadas de lluvia en que el río inunda amplias zonas de bosques y pantanos de tal modo que se pierde el curso y los canales llevan a otros destinos inesperados. Ahí está la crónica sobre el viaje de Aguirre del capitán Francisco Vázquez, pero más a mano tenemos la magnífica película de Herzog: Aguirre, la ira de Dios, con una interpretación magistral de Klaus Kinski.
Quedan otras tantas lecturas y aventuras. Por lo pronto, un viaje a Goa, el enclave colonial portugués en India, el renovado viaje del Orient Express que sale de Londres y llega a Estambul, leyendo a Agatha Christie.
Soñar no cuesta nada, ilusionarse tampoco.
Menos aún en vacaciones.