lotando sobre una densa neblina que impide otear aunque sea una parte de la actualidad y sus ríspidas circunstancias, las élites políticas se han engarzado en un grosero pleito de posiciones. No se trata, al menos por ahora, de buscar la fortaleza del sistema imperante o el bienestar de la sociedad. La pugna se entabla para asegurar el triunfo de facción –que incluye los llamados proyectos personales a futuro– tanto en las diputaciones como en las gubernaturas. La definición de las candidaturas para presidencias municipales o congresos locales queda, al menos por ahora, fuera del foco medular y, por tanto, se desplaza a un plano secundario. Las ambiciones individuales o, más aún, las grupales, son tamizadas por los acuerdos cupulares donde prevalece, sin duda alguna, la cuota presidencial. La prolongación temporal del pequeño núcleo de poderosos se convierte en el objetivo primordial, urgente, totalitario.
El sistema establecido, además del daño que le causa el trajín electoral, ha entrado en un tobogán de problemas y conflictos que, a pesar de los instrumentos de coacción para sostenerlo, muestra inequívocas señales de agotamiento. Grupos, regiones, sectores, territorios completos se han convertido en tierra de nadie o, mejor dicho, de alguien. Surgen entonces cotos donde sólo rige la ley de la captura. En las adicionales formaciones del Estado, la vigencia de la autoridad establecida a duras penas mantiene su normalidad. Varias y variadas formas de trabas impiden que la ciudadanía pueda desarrollar sus actividades de una manera civilizada: apegada a reglas, en paz y con provecho.
La vida democrática, valor primordial de una sociedad que aspire a conseguir etapas superiores en su convivencia, desde hace varios años ha entrado en una zona de alta conflictividad. Luego de un breve periodo de logros que se reflejaron en un paulatino aunque incipiente aprecio ciudadano, la valoración por la práctica democrática ha vuelo a caer, ahora de manera estrepitosa, en el descrédito colectivo. Toda una batería de encuestas de opinión, locales e internacionales, dan contundente prueba de ello. El punto neurálgico de dicha tendencia declinante bien puede hallarse en la escandalosa vida interna de los partidos políticos. Sus crecientes desencuentros y la enorme distancia que guardan respecto de las necesidades y aspiraciones de la sociedad son, qué duda, causa eficiente del juicio negativo que se ha formado la ciudadanía. El rejuego gubernamental, en sus variados niveles y poderes, tiene también un rol determinante en este declive democrático. Las decisiones adoptadas y las acciones llevadas a acabo en tiempos recientes, en lugar de auxiliar a mantener, aunque sea un precario equilibrio entre las distintas clases, propician, sin recato, mayores diferencias y una concentración de riqueza y oportunidades sin paragón con el reciente pasado.
El mosaico electoral que dibujan para sí mismos los dirigentes partidistas poco tiene que ver con los votantes, sus intereses e inclinaciones. El más descarnado y cínico reparto de posiciones (ahora se tildan de pragmáticas) es la norma de las cúspides. El análisis de las tendencias en las disputas electorales del día se divorcian por completo del talante de los electores. Sólo se buscan equilibrios entre los actores principales del reparto: cuántas gubenaturas para el partido en el poder, cuáles estados para el grupúsculo del maderismo (el aliado principal para mantener la continuidad del modelo y los pactos por venir). Tal aprecio es sustantivo para el grupo hoy encaramado en el Ejecutivo federal. Las restantes migajas pueden ser pepenadas por los chuchos, sus declinantes socios de relleno. No más para allá de tales escaramuzas de poca monta y torpes valoraciones se dirimen en las alturas.
Mientras tal desarreglo tiene lugar, una creciente cuan poderosa corriente vital circula por la República. Buena parte de ella se empareja con la que se desarrolla a escala casi mundial: la multitudinaria exigencia por mayor transparencia y su imperativo correlato de menor corrupción. En el México de hoy, el deseo, ya masivo, de lograr desterrar o, tan siquiera, aminorar los niveles de corrupción, se estrella ante la rampante impunidad que emana el sistema establecido. Se piensa como el escudo vital para darle larga vida al acariciado sistema. Los esfuerzos ciudadanos por encontrar un antídoto contra tal estado de cosas se tornan tierra verdaderamente baldía, frustrante.