arack Obama llegó a la séptima Cumbre de las Américas, realizada en Panamá, previamente derrotado y dispuesto a aguantar el chubasco de recriminaciones y exigencias. En efecto, antes de viajar ya había intentado relativizar sus amenazas a Venezuela, revelando así la debilidad de su posición y estimulando de paso las acusaciones de casi todos los gobiernos latinoamericanos, encabezados por Cuba, Venezuela, Ecuador y Argentina. Incluso en esa reunión donde estaban representados los gobiernos, que raramente son una fiel representación de lo que piensan sus pueblos respectivos, la relación de fuerzas fue desfavorable a Estados Unidos, cuyas propuestas e iniciativas no fueron aprobadas y cayeron en saco roto. Obama tuvo que sentarse en el banquillo de los acusados y recibir torrentes de recriminaciones apoyadas en la historia antigua y reciente de la región y también estuvo obligado a recordar que sin el consumo de drogas estadunidense el narcotráfico sería un problema muy menor y que de Estados Unidos llegan las armas que utilizan los delincuentes y en Estados Unidos se lava el dinero proveniente de este delito, que constituye casi un tercio del capital financiero mundial.
Desde la primera cumbre convocada por Bill Clinton –que pretendía imponer un acuerdo de libre comercio que abarcara desde Canadá hasta Tierra del fuego– hasta esta cumbre en Panamá, pese a todos y a todo, la relación de fuerzas políticas y diplomáticas entre Estados Unidos y su ex patio trasero sigue siendo desfavorable para Washington. Venezuela, aunque con dificultades, aún es chavista; Cuba, pese a todo, resistió el bloqueo y obligó a Estados Unidos a cambiar de táctica; Bolivia y Ecuador mantienen gobiernos antimperialistas y dos de los tres países grandes
de América Latina (Brasil y Argentina, a diferencia del sometido México), a pesar de sus crisis y dificultades políticas no están alineados con la política del Departamento de Estado.
Esta crisis en la hegemonía estadunidense se debe a varios factores. En primer lugar, a movilizaciones populares que hasta hace poco inflaron las velas de los gobiernos nacionalistas y distribucionistas llamados progresistas
. En segundo lugar, a la creciente sustitución de las inversiones estadunidenses y europeas por inversiones chinas y hasta rusas, sobre todo en sectores claves como la energía, el transporte, las infraestructuras (carreteras, puertos, canal transoceánico en Nicaragua), armamentos. Por último, a la decisión y valentía de algunos gobiernos (el cubano, el venezolano, el ecuatoriano, el boliviano y en parte también del argentino y el brasileño, que se niegan a ser defenestrados por la alianza entre las oligarquías locales y Washington).
Pero tiene también otro trasfondo, como la crisis política y moral producida por el racismo antinegro y los asesinatos policiales impunes en Estados Unidos mismos. O como las derrotas en Libia, Medio Oriente y Afganistán de las políticas de Estados Unidos y la presencia de un Israel cada vez más colonialista, racista, fascista e indócil. O como la derrota en Ucrania y el fortalecimiento del eje Moscú-Pekín. O las diferencias con sus aliados europeos dispuestos a negociar con Rusia y desesperados por recibir parte del maná chino, al extremo de desoír las exhortaciones estadunidenses y adherir al Banco Asiático de Desarrollo de las Infraestructuras creado por China, al cual adhirió hasta Corea del Sur.
La débil y relativa recuperación económica de la Unión Europea, así como la caída tendencial de la producción petrolera de Estados Unidos y la necesidad de Arabia Saudita de financiar su guerra en Yemen y proyectos faraónicos (como la desalinización del agua marina para su agricultura y sus nuevas ciudades en el desierto), al mismo tiempo, tiende a reforzar el decaído precio del petróleo y, por tanto, a aliviar a Rusia, Brasil, Ecuador, Bolivia y Venezuela estimulando la resistencia de sus gobiernos respectivos.
Europa penetra más en el mercado interno de Washington al devaluar su euro, que está casi a la par del dólar, y al reducir sus importaciones. Al mismo tiempo, los Países Bajos y Alemania retiran su oro de Estados Unidos, preparándose para una política monetaria mundial con varias monedas de referencia, al igual que China, que comercia con Rusia y con Asia en su propia moneda, y el dólar pierde paulatinamente un monopolio que tuvo durante décadas. Estados Unidos aún es la primera potencia militar y financiera mundial, pero pierde velocidad y su fracaso en su política colonialista alienta esa decadencia de su hegemonía.
Obama, por eso, representó a Panamá a una potencia enferma y declinante, según el modelo de la Inglaterra de los años 30. Incluso el gobierno servil de Peña Nieto en México, que apuesta todo a ese caballo cojo, no pudo diferenciarse mucho de la ola de protestas latinoamericanas que habría sido inconcebible sin el cambio en la relación de fuerzas entre los pueblos (y en menor medida algunos gobiernos) y el emperador, que llegó a Panamá semidesnudo.
La declinante hegemonía estadunidense, como sucedió durante décadas con el caso del Reino Unido, no abre inmediatamente el camino a ninguno de sus competidores. La Unión Europea política y militarmente es enana y está en crisis. Rusia, por su parte, es frágil, depende fundamentalmente de la exportación de hidrocarburos y pierde población continuamente. En cuanto a China, su economía crece a ritmos superiores al de Estados Unidos, pero este año registró el crecimiento más bajo desde 2009 –el 7 por ciento anual– suficiente apenas para dar trabajo a su creciente mano de obra y sus exportaciones cayeron al igual que las importaciones, mientras es ya intolerable el desastre ambiental producido por la producción capitalista desenfrenada sin preocupación alguna por la naturaleza. Por tanto, el tigre estadunidense, aunque herido y debilitado, podrá seguir haciendo mucho daño durante al menos una década.