stamos viviendo un fenómeno aparentemente novedoso: movimientos sociales que pueden fácilmente ser cuestionados sobre su origen e intenciones. O éramos muy ingenuos hace 30 y más años o algo ha cambiado sustancialmente. En los años 70 y 80 quienes nos considerábamos de izquierda apoyábamos casi sin dudas los movimientos sociales. Raras veces cuestionábamos su autenticidad. Eran los tiempos en que sólo la gente del gobierno, como señaló Fabrizio Mejía en su libro sobre Díaz Ordaz, repetía un dicho de la mafia italiana: si algo se mueve, tiene un líder. Fuera de la mafia, no era necesariamente cierto
(La Jornada, 10/7/11). En la actualidad, incluso los analistas políticos informados e independientes se preguntan qué líder e intereses están detrás y qué pretenden más allá de sus planteamientos y actitudes explícitas.
Antes los trabajadores, los colonos, la gente de los partidos opositores y otros que se expresaban en contra del gobierno, e incluso del sistema capitalista, no ocultaban su rostro. Los ferrocarrileros de 1958-1959, los trabajadores del magisterio, los médicos de 1965, los estudiantes del 68 o del 71, los electricistas dirigidos por Rafael Galván y los muchos de las coordinadoras contestatarias y de pretensiones democráticas de los 80, daban la cara y enfrentaban así a las mal llamadas fuerzas del orden. Si los zapatistas del EZLN cubrieron su rostro en 1994 y años siguientes no fue por cobardía sino porque, para ellos y muchos más, era claro que si los indios no tenían rostros ni nombres para la gente del gobierno, no tenían por qué mostrarlos: eran los sin rostro, los olvidados de siempre. Una de las pruebas del racismo gubernamental fue que en 1995 sólo identificó a los dirigentes mestizos y a los indígenas los ignoró. Zedillo dio la filiación de Guillén, Benavides, Elorriaga, Yáñez, pero no de quienes figuraron como comandantes indígenas: David, Tacho, Ramona, etcétera.
Pero a partir de entonces, sobre todo entre los opositores presuntamente anarquistas, taparse el rostro se volvió una moda, una manera de hacerse ver en sus acciones no siempre pacíficas. ¿Para no ser identificados aunque bien se saben sus nombres y se conocen sus rostros? Hay algo de ingenuidad en ellos, pues los servicios de la llamada inteligencia
gubernamental tienen tecnologías e infiltrados (o encubiertos) que revelan quiénes son, además de que muchos se descuidan y aparecen después en mítines sin taparse la cara, aunque sea para mostrar sus golpes o la pérdida de un ojo en sus enfrentamientos con la policía. Los encubiertos o infiltrados han existido siempre en todos los movimientos y su papel es proporcionar identificaciones de quienes participan tanto en grupos sociales contestatarios como en bandas criminales. Desde que yo era estudiante existían, y con frecuencia los descubríamos porque solían ser los más radicales
, los más ultras
con la consigna de llevar a sus compañeros
a acciones de enfrentamiento para que la policía o el Ejército tuvieran mayores pretextos para reprimirlos con más dureza y cortar cabezas. Cualquiera que vea series de televisión de policías contra bandidos y terroristas puede saber cómo funciona esta estrategia en Estados Unidos y en cualquier lado.
Cuando los grupos de supuesta o real oposición cometen actos vandálicos contra los símbolos del poder (edificios gubernamentales, de partidos o del INE, contra vehículos, comercios o policías desarmados, incluso incendiándolos con bombas molotov), bajo el pretexto bíblico del ojo por ojo, diente por diente, calientan los ánimos y provocan respuestas de las fuerzas del orden
que no todo mundo desea, ya que con frecuencia pagan justos por pecadores. Una cosa, por ejemplo, es la acción de los padres de los muertos o desaparecidos de Ayotzinapa (hasta ahora pacífica, digna y ejemplar), y otra la de grupos organizados que, so pretexto de apoyarlos, causan caos en carreteras y ciudades, incendian edificios y vehículos que nada tienen que ver con los dramáticos sucesos de Iguala. Otro ejemplo es la oposición a los partidos y a las elecciones. Llamar a la abstención o al voto nulo es no sólo legal sino un derecho de expresión de quienes no están de acuerdo con las instituciones partidarias ni con el significado de los comicios. Pero tratar de impedir que se lleven a cabo las elecciones no sólo es un delito sino que se coarta la libertad de quienes quieren votar, sean muchos o pocos. Elegir a los gobernantes o legisladores es un derecho, como también abstenerse o nulificar una boleta, pero impedir ese derecho tiene muchos calificativos menos uno: el respeto a los demás.
Puede cuestionarse la precaria democracia que todavía tenemos en México, pero impedir su ejercicio con la violencia y la coacción no sólo no es democrático sino que es hacerle el juego a la oligarquía en el poder que, obviamente, no quiere que la oposición (con todos los defectos que pueda tener) le reste posiciones. Todos sabemos cómo ha actuado la oligarquía, igual priísta que panista, para evitar que la oposición le quite el poder y sus privilegios asociados: desde el fraude electoral, con sus mil modos de hacerlo, hasta tratar de sacar del juego a candidatos populares y antineoliberales (el desafuero a Andrés Manuel, por ejemplo).
¿Quiénes son los que tratan de evitar las elecciones (que, repito, no es lo mismo que llamar a la abstención o al voto nulo) y a quién le hacen el juego? Lo más probable es que el gobierno los conozca, y quizá los auspicie; nosotros no y, una vez más, los vemos con justificada desconfianza y sospecha, ya que no sabemos su origen ni quién los lidera. Personalmente dudo de su autenticidad y de la honestidad de sus intenciones.