onrando el compromiso acordado en la pasada Cumbre Mundial del Clima, celebrada en Lima, Perú, el gobierno mexicano presentó oportunamente a la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, los objetivos de sus contribuciones a la lucha contra dicho fenómeno planetario. Ha sido la primera economía no industrializada en presentarlos para el año 2020.
En el documento citado nuestro país se compromete a reducir –para 2030– en 22 por ciento la contaminación por metano, carbono, hidrofluorocarburos y óxido de nitrógeno. Y para dentro de cinco, en poco más de la mitad las emisiones por carbón. Los especialistas estiman que así se reducirá 25 por ciento la generación nacional de los gases de efecto invernadero, además de disminuir la actual contaminación atmosférica, especialmente alarmante en las ciudades de México, Guadalajara y Monterrey.
Cabe señalar que, contra todo pronóstico, Estados Unidos también presentó a tiempo el documento sobre su contribución nacional a la lucha contra el cambio climático. Un buen augurio para la Cumbre de París, a celebrarse a finales de año, en la que se definirá la nueva política global sobre la generación de los gases de efecto invernadero.
Pero, en cambio, quienes no cumplieron su tarea de sumarse positivamente a un compromiso global cada vez más urgente y que agrega apoyos por doquier, fueron los senadores de la República. Seguramente ocupados en otros asuntos que les reditúan más en términos políticos y económicos, no le dieron prioridad a la aprobación del dictamen de la llamada Ley de Transición Energética en los términos en que la aprobó la Cámara de Diputados en diciembre pasado.
Días antes de que el Senado concluyera el pasado 30 de abril sus sesiones, diversas organizaciones de la sociedad civil solicitaron públicamente a los senadores David Penchyna Grub, Salvador Vega Casillas y Jorge Luis Lavalle Maury (presidente y secretarios de la Comisión de Energía, respectivamente), impulsar la aprobación de la citada ley, pues permitiría al país avanzar hacia un futuro más competitivo para las energías renovables, combatir efectivamente el cambio climático
y mejorar la calidad de vida de la población nacional.
Como advirtieron en su petición las organizaciones (Greenpeace, Cemda, Pronatura, Alianza Mexicana contra el Fracking, Bicitekas, Red Ambiental Mexicana y la Heinrich Böll Stifung, entre otras) si el Senado no aprobaba la Ley de Transición Energética, México no podrá hacer realidad los compromisos a los que se comprometió ante la comunidad de naciones en cuanto a tomar medidas que reduzcan la generación de los gases de efecto invernadero, causantes fundamentales del cambio climático. Como se comprueba a diario, el modelo energético de México descansa primordialmente en la quema de combustibles fósiles: carbón, combustóleo, diésel y gas natural. Un modelo nada sustentable, irracional y que solamente beneficia a intereses político-económicos muy particulares.
Igualmente, las organizaciones sociales recalcaron en su petición el hecho de que la Ley de Transición Energética traería importantes beneficios económicos, sociales y ambientales al país. No solamente se expresaría en términos de establecer un modelo energético más amigable con el medio, moderno, eficiente y competitivo, a salvo de los vaivenes y la manipulación internacional, sino que las inversiones en las energías renovables (eólicas y solares, destacadamente) crearían fuentes de trabajo, tantas veces prometidas y tan lejos de alcanzar. En fin, se caminaría hacia una mayor seguridad y autonomía energética.
Lamentablemente, la única ley vinculada a la reforma energética que tiene en consideración la protección del medio ambiente y define reglas claras para el uso y el apoyo a las energías renovables, no fue aprobada por el Senado en el plazo prometido y legal. Sólo cumplió la Cámara de Diputados. Esta actitud de los senadores es un duro golpe a la credibilidad internacional del gobierno de México. Y, por supuesto, a la promesa presidencial en el campo del medio ambiente y el desarrollo energético sostenible.