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Performance en México
D

espués de varios años y de una revisión editorial que hace del material un libro distinto, el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y la Fundación Jumex apoyaron la publicación de una tesis sobre el performance cuya autora, egresada de la actual Facultad de Arte y Diseño de la Universidad Nacional Autónoma de México, es Dulce María de Alvarado.

Desde la Facultad de Filosofía y Letras, la Escuela Nacional de Artes Plásticas (ENAP) y la jefatura de relaciones públicas del Museo de Arte Moderno, tuvo la oportunidad de codearse y entrevistar en ese tiempo a las estrellas del performance y del happening, a los artistas entonces emergentes y a los que eran en ese momento promotores de esas disciplinas desde sus respectivos baluartes.

El libro está prologado por Cuauhtémoc Medina, a quien agradezco la necesaria corrección que hizo a ciertos datos de mi nota sobre Carlos Ashida, a quien dediqué un in memoriam en esta sección.

En el susodicho prólogo pone énfasis en el quid del tema que ahora me ocupa. “Más que la prueba de su entrenamiento universitario (el trabajo de Dulce María correspondió a) la excitación derivada de su participación en un circuito entonces creciente, donde productores culturales del arte vivo tomaban sitio en el espacio institucional y de representación (…)”

Me permito añadir: De Alvarado en todas formas es artista visual, pero se inmiscuía entonces en el espacio público de otros artistas tanto de la acción como de las disciplinas consabidas. Su trabajo es definido como expresión performancera del arte de interrogar.

No lo creo tanto, si se leen de cabo a rabo las entrevistas, uno se percata de que las preguntas que entonces hizo, muy similares unas a otras en todos los casos, dieron como resultado la mayoría de las veces a casi monólogos, eso sí inteligentemente recogidos y editados por ella, naturalmente incrustados en la historia artística del periodo.

La enorme valía del libro es en buena medida la disparidad y hasta controversia en los testimonios, la disposición –o en algunos casos reserva– que guardaron y sobre todo el contexto en el que ocurrió esta parte del trabajo, fue un acierto el que la entonces estudiante de la ENAP haya elegido tal periodo del arte acción como tema de tesis, dice que yo la animé a hacerlo y aclaro que ese es el único mérito que puedo adjudicarme al respecto.

Hizo su tesis con plena responsabilidad individual, asesorada por los mismos artistas a quienes entrevistaba; específicamente, siguió los lineamientos de Melquiades Herrera, quien al igual que yo, pero bajo enfoque opuesto, fue su maestro.

Ahora que me topo con el libro ya editado en el número 4 de Colección 17, cerca de 500 páginas que terminan con un índice de nombres, inicialmente decidí leer sólo las entrevistas a personas que o bien han sido mis amigos de mucho tiempo o me han sido cercanos por razones profesionales. No seguí con ese método, a estas alturas he leído todo el libro, sólo así vi que hubo contradicciones entre los entrevistados, que algunos de ellos no eran predominantemente artistas de la acción y que en determinados casos el más notable y paradójico es el de Adolfo Patiño, el ocaso de su vida fue sin quererlo ni buscarlo performático.

Se análoga en cierto modo a lo que acontece en historias de ficción, como la que narra el escritor Álvaro Enrigue en La muerte de un instalador.

En ese sentido, la edición (ojalá haya otra posterior) debió ser puesta al día y lo digo por lo siguiente. El subtítulo es 28 testimonios 1995-2000.

Los testimonios, en efecto, arman una historia que principia con un ensayo largo. Éste no parece editorialmente demasiado arreglado correcto por estar basado en datos proporcionados por la propia autora. Desenvuelve una historia que quedó de algún modo trunca porque no se dan a conocer con claridad los motivos por los que tal florecimiento vio su ocaso. Eso puede deducirse de algunos de los llamados testimonios que son producto en todos los casos del trabajo de Dulce María y me permito destacar por su coherencia y contenido el de Manuel Marín, que examina la diferencia entre el trabajo de los grupos colectivos y la índole de los accionismos, que según considera no son un epílogo de éstos.

Tiene razón y conviene compaginar su criterio con el testimonio de Mario Rangel Faz. Encontramos así que aunque no coinciden en sus juicios, a estos dos artistas de los grupos que después practicaron accionismo, además de sus respectivos quehaceres, les asiste plenamente la razón al respecto. Ese tipo de cuestiones que son casi diagramáticas involucran parte de la historia que aquí concierne.

Hay otra cuestión teórica que tampoco queda totalmente elucidada. Mi colega Alberto Híjar, quien entre todos los entrevistados es el único cuyas acciones seguí con cierto detenimiento, no sólo debido a Proceso pentágono (aunque también), sino porque fue el creador de los cursos de arte vivo promovidos por el INAH. De Alberto se anotó: “un performance que explica ya fue fallido”. No lo creo así: el performance sigue un guión, en cambio dar a entender mediante simultaneidades sería, desde mi punto de vista, propio del happening. Como la propia palabra lo indica, está sucediendo.