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Publicidad y política
L

a aceptación de la publicidad como forma autorizada de mentir es una enfermedad moral de nuestro tiempo. La publicidad está presente ante nuestros ojos y oídos en forma permanente. No hay un momento del día en que el gran aparato de la publicidad no esté funcionando para convencer a sus pasivos destinatarios para que hagan algo, se interesen por algo, compren algo.

En el pasado, un publicista era un jurista especializado en derecho público, un estudioso del derecho constitucional; hoy, cuando escuchamos la palabra se nos viene a la mente un profesional de la mercadotecnia, que es la técnica para vendernos lo que sea; el publicista se dedica a presentar ante ojos y oídos lo que quiere vendernos. Quiere conseguir clientes, compradores, fans, admiradores, votantes.

Las cosas no se han quedado ahí: hace unos años se introdujo la especie de que toda persona debe venderse, como si fuéramos todos mercancías. La idea siempre me chocó; me parecía una actitud contraria a la dignidad de las personas y una falta total de modestia y de ética eso de exaltar o promover nuestra propias virtudes. Sin embargo, la idea fue abriéndose paso y ahora hasta el más humilde artesano, prestador de algún servicio, profesionista y no se diga político, requiere de exaltar sus propias cualidades para ser aceptado o para conseguir un contrato, obtener un empleo y hasta para estar seguro de que existe. La abundancia de textos al respecto lo corrobora.

Un avance de esta ola que barre a la sociedad consumista de hace unos años a la fecha es la llegada de la discutible idea al mundo de la política. Fue por imitación que se impuso esa moda entre quienes aspiran o disfrutan algún cargo público. Recuerdo muy bien al primer candidato a diputado, por el PRI, por supuesto, que por vez primera colgó en los postes carteles de colores; la propaganda política anterior empleaba una pocas pancartas o banderolas en blanco y negro que grupos de acarreados blandían en las concentraciones o marchas de los candidatos.

La inundación ha seguido avanzando y un caso ejemplar o emblemático, uno de los extremos a los que se ha llegado, es el del actual presidente Enrique Peña Nieto, del que se ha dicho reiteradamente que es un producto de la televisión, que pudo y supo vender su imagen, como si fuera una mercancía, con exageraciones y como centro de la campaña permanente: su apariencia personal, forma de vestir, trajes, corbatas y estilo de peinado que se han hecho su emblema.

De los años setenta, recuerdo al primer candidato que inició la moda de carteles a color; antes era en blanco y negro o a lo más, azul sobre blanco en la propaganda panista de entonces; fue pillado por oportuno fotógrafo de la Cámara de Diputados acomodado en su curul y profundamente dormido; este espectáculo fue motivo de acres comentarios, críticas y chistes a costa del diputado dormilón, pero su ejemplo cundió y hoy muchos políticos llegan a cargos públicos por la exaltación que hace de ellos la publicidad; no tienen ni la capacidad ni los conocimientos ni la entereza para ser buenos representantes populares, pero sí imagen, muy buena imagen.

De antemano, los votantes, destinatarios de la publicidad, saben que se les miente abiertamente o cuando menos que lo que dicen carteles, espots, jingles, espectaculares, lonas, volantes y hasta entrevistas previamente grabadas y editadas está tan exagerado que, si no es falso, está muy cerca de serlo.

El derecho sanciona el dolo; es una sugestión o artificio que da lugar a la nulidad de un acto jurídico y, si con dolo se cometen ilícitos mayores, la sanción es corporal. El dolo supone la mala intención, el deseo de engañar, de aparentar realidades que no existen. Sin embargo, los comerciantes agrupados en sus consulados lograron, hace ya un par de siglos, que se aceptara su dolo, su invitación a clientes o compradores aun cuando su contenido no fuera estrictamente veraz.

A la presentación de mercaderías exaltando sus virtudes más allá de la verdad se le llamó dolo bueno, paradoja que se admitió por considerarse implícito que los clientes posibles no se iban a dejar engañar creyendo a ciegas lo que los vendedores les exageraban.

De la publicad para vender se ha llegado en nuestros días a la publicidad para existir; no existe en el mundo quien no se hace publicidad; no se sabe de nadie si no aparece en televisión, en revistas, Facebook, Twitter o cualquier otra forma de difundir imágenes. Los políticos de hoy quieren ser vistos, santo que no es visto no es adorado; hasta para cumplir con la ley aparecen ante las cámaras, declarando lo que debería ser una conducta cotidiana, cortan listones, dan banderazo de salida, firman protocolos, ponen primeras piedras, siembran árboles, todo ante las cámaras y frente a los micrófonos. Se trata de un vicio, no es serio y debemos denunciarlo y revertirlo o al menos, estar conscientes de que existe.

México, DF, 15 de mayo de 2015.