l presidente estadunidense, Barack Obama, prohibió ayer las entregas de armamento y equipo militar a las corporaciones locales de policía e impuso controles sobre las armas que reciben, ante el riesgo sustancial de mal uso o uso excesivo
de artefactos como vehículos blindados con ruedas articuladas, armas de fuego de alto calibre y equipo de camuflaje, cuya utilización en operaciones antimotines podría, por añadidura, socavar la de por sí maltrecha confianza ciudadana en las fuerzas del orden. La disposición atañe también a aeronaves o vehículos artillados, lanzagranadas, bayonetas y munición de calibre .50 o superior. La decisión, tardía, tiene lugar después de una secuencia de homicidios policiales de ciudadanos indefensos en varias localidades del país vecino, que han generado disturbios de distinta intensidad en varios condados y estados.
También ayer, la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) pidió a las autoridades estadunidenses que revisen los protocolos del uso de la fuerza letal por parte de los cuerpos policiales, cuyos atropellos han costado la vida a varios connacionales, el último de ellos Rubén García Villalpando, asesinado el 20 de febrero pasado en Grapevine, Texas, por el agente Robert Clark, quien fue exculpado por un jurado texano.
Tales hechos ponen de manifiesto la peligrosísima distorsión que ha venido desarrollándose de unos años a la fecha en el sentido y las tareas de cualquier corporación policial ante una militarización a todas luces indebida y contraproducente. En efecto, los agentes policiales civiles deben consagrarse a garantizar la seguridad, la integridad y la propiedad de los particulares, a prevenir la comisión de delitos, preservar la paz pública, asegurar el cumplimiento de las leyes y reglamentos, así como a investigar, identificar, localizar y detener a presuntos delincuentes a fin de ponerlos en manos de los tribunales. El recurso a procedimientos, equipos y armamento militares debería, en esa lógica, limitarse a pequeños cuerpos policiales especiales encargados, por ejemplo, de enfrentar y resolver tomas de rehenes y otras situaciones peligrosas, violentas y excepcionales.
Sin embargo, tanto en Estados Unidos como en México se ha normalizado la imagen de agentes policiales dotados de fusiles de asalto, cascos y chalecos antibalas, transportes blindados o dotados de ametralladoras pesadas y otros instrumentos propios de las fuerzas armadas. Ello es reflejo de un improcedente trasvase de modelos de pensamiento propiamente militares que preconizan la necesaria preparación para enfrentar y aniquilar a una fuerza enemiga. Y en la medida en que los únicos enemigos que los policías pueden tener a la vista son los integrantes de la población –sean inocentes o presuntos criminales–, proliferan, en ambos países, cada cual en su circunstancia, los homicidios perpetrados por agentes del orden.
Ciertamente, en nuestro país el avance de la delincuencia organizada y de su equipamiento y poder de fuego obliga a los mandos de las corporaciones policiales a recurrir a armamento más propio del Ejército que de la policía. Pero más pertinente sería profesionalizar, intensificar y perfeccionar el trabajo de inteligencia a fin de desmantelar organizaciones delictivas en la forma menos violenta posible, sin provocar enfrentamientos que sobrepasan el carácter de balaceras para convertirse en combates y sin poner en riesgo vidas y propiedades de inocentes.
Por lo que hace a la nación vecina, bastaría con prohibir la venta de armas de categoría militar a los civiles para reducir en forma sustancial el riesgo que pesa sobre los agentes del orden, a los cuales, a la vista de los abundantes asesinatos que han cometido en fechas recientes, habría que reducar en un espíritu policial de servicio a las comunidades antes que de aniquilación de sospechosos. Y en ambas naciones resulta necesario enfrentar y erradicar la impunidad generalizada que beneficia por norma a los efectivos policiales cada vez que cometen un atropello.