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La religión como crítica a la opresión; la figura mesiánica de Óscar A. Romero (1917-1980)
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Imágenes y bustos de Óscar Arnulfo Romero se comercializan en plazas públicas previo a su beatificación en San Salvador. El arzobispo, icono de la Iglesia católica latinoamericana, fue asesinado en 1980Foto Reuters
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comienzos de este mes estuve en las universidades John Hopkins, de Frankfurt y de Heidelberg dando un ciclo de conferencias. El profesor Ulrich Duchrow, de la última casa de estudios mencionada, me informó sobre recientes investigaciones en torno a las circunstancias históricas que pudieron estar en el origen de las religiones universales (como la mesopotámica y egipcia, y en el taoísmo, el budismo, los profetas de Israel, el cristianismo y el islam) y de la misma filosofía (como entre los presocráticos). Es un tema apasionante en este comienzo del siglo XXI, que tiene relación con lo que el profesor de Frankfurt Matthias Lutz-Bachmann denomina en su último libro del 2015 que me obsequió: una edad postsecular. Se trata de una coyuntura económica política en la que las antiguas civilizaciones nombradas (de Mesopotamia o Egipto, en China, India, Palestina o Grecia) llegaron a una madurez estructural que les permitió comenzar a acuñar monedas metálicas (de plata u oro, especialmente), garantizada por Estados imperiales que las usaban, entre otros menesteres pero principalmente, en el pago de salarios a los soldados de ejércitos, frecuentemente de mercenarios. Esto exigía el desarrollo de la minería (de dichos metales preciosos) y abría la posibilidad a mercados de gran extensión geopolítica, ya que dichas monedas metálicas tenían el valor que significaban (una moneda de plata poseía el mismo valor como moneda que como alhaja. Ese mercado monetarizado se articulaba igualmente al derecho a la propiedad privada de la tierra, pero también al poder pedir créditos poniendo como garantía el mismo terreno. Cuando el campesino no podía pagar la deuda y el interés acordado, el prestamista se apropiaba de los bienes del trabajador, que aún podía quedar como esclavo si la deuda era de mayor cuantía. Así aparecieron estratos muy ricos de la sociedad que acumularon riqueza y la mayoría de un pueblo empobrecido. Los críticos de esta situación de miseria de las masas empobrecidas tuvieron rápida y entusiasta respuesta de las víctimas de esa situación de injustica. Así surgieron los religiones universales y los primeros filósofos. En Mileto se acuñó por primera vez la moneda de metal precioso en la Hélade, y allí apareció el primer filósofo griego, Tales de Mileto (de familia fenicia, dicho sea de paso).

Contra la opinión de la Ilustración, si es verdad que las religiones se institucionalizan y fetichizan burocráticamente con posterioridad, el retorno a sus orígenes se da intermitentemente en la historia de las religiones. En América Latina la crítica de la teología, la Iglesia y la religión fetichizadas, invertidas diría Marx, se produjo gracias a una generación sumamente profética que se enfrentó a la inversión del cristianismo. El arzobispo de San Salvador, Óscar A. Romero, es un ejemplo paradigmático de esa función no sólo de su patria centroamericana, sino de toda América Latina y del sur postcolonial mundial, en las tenebrosas décadas de la represión militar de dictaduras impuestas por Estados Unidos (por el Departamento de Estado y el Pentágono) entre 1964 y 1984.

Tuve muchos contactos con monseñor Romero desde la década de los 70 del siglo pasado. Recuerdo un curso para más de 50 obispos (él era obispo auxiliar en 1972) realizado por la Celam en Medellín. Era yo en ese entonces profesor de historia de la Iglesia en América Latina y dictaba ese tema junto con otros profesores, con el fin de actualizar la reflexión de esos obispos responsables de la Iglesia en diversos países.

Esos cursos se repitieron en Guatemala la Antigua, con la presencia de 27 obispos. Monseñor Romero era el organizador de ese encuentro. Recuerdo su rostro sonriente, como de un chiquillo haciendo una travesura, cuando nos escuchaba observando la reacción de los otros obispos, siendo muchos de ellos conservadores que nunca habían oído exponer el cristianismo desde las categorías de la teología de la liberación. Ahí estaban invitados, por Romero, pensadores críticos jóvenes (yo tenía 37 años), como Juan Luis Segundo, Gustavo Gutiérrez, José Comblin, Segundo Galilea y tantos otros. Él garantizaba la presencia institucional.

En la conferencia latinoamericana de obispos en Puebla (1979), monseñor Romero era el encargado de redactar la parte histórica inicial del documento final. Formábamos equipos externos que elaborábamos textos que los obispos en la asamblea después corregían y adoptaban. Me tocó redactar uno de esos escritos; se los entregaba a monseñor Romero, quien los introdujo en el indicado documento final. Por ello aparecieron figuras ejemplares, como Bartolomé de las Casas, primer obispo de Chiapas, o monseñor Valdivieso, quien fue asesinado en 1550, en Nicaragua, por su lucha en la defensa de los pueblos originarios.

Sin embargo, monseñor Romero no había dado el paso definitivo. Fue un hecho inesperado que lo lanzó a la esfera política, profética, mesiánica. Se trató del asesinato de Rutilio Grande (1928-1977), nuestro alumno en los cursos del IPLA desde 1967 en Quito, organizados por la Celam, con el mismo grupo de profesores que dieron una nueva visión crítica del cristianismo en las reuniones de obispos arriba mencionadas. Recuerdo a Rutilio, un sacerdote jesuita conservador. Al comienzo de nuestros cursos objetaba las exposiciones, tenía dudas, no acepta el retorno al origen profético del cristianismo. En las dos semanas de mi curso pude observar una completa transformación. Había comprendido aquello de ¡bienaventurados los pobres! y la expresión de Jeshúa: ¡Hay de ustedes los ricos! Es más fácil que un camello pase por el agujero de un aguja que uno de ustedes entre al reino de los cielos! Era la crítica de Jeshúa a la economía monetarizada del imperio romano, que producía multitudes de pobres. Rutilio volvió a su parroquia de Aguilares, en El Salvador, y se transformó en militante cristiano completamente comprometido con su pueblo. Formó centenares de catequistas (como Samuel Ruiz, en Chiapas). Por ello cayó bajo la mira represora de la dictadura militar. Fue asesinado junto con más de 200 de sus catequistas. Una persecución casi tan numerosa como la desatada por Dioclesiano en el imperio romano contra los cristianos. Monseñor Romero era lo que en ese tiempo se llamaba director espiritual de Rutilio. Conocía hasta su inconciente. Sabía quién era y además era su maestro. Ante su cuerpo inerte, en Aguilares, monseñor Romero se convirtió en defensor del pueblo y en crítico decidido contra la dictadura militar, a la que enfrentó valiente y directamente.

Las homilías de monseñor Romero en la catedral eran seguidas por multitudes que no sólo llenaban el templo, sino también la plaza de enfrente de la catedral. Era realmente entusiasta, seguido por todos, principalmente por jóvenes, pobres, campesinos e indígenas. Por ello fue asesinado como mesías, como el servidor sufriente que da su vida por la multitud.

Una vez ultimado la Iglesia conservadora salvadoreña ocultó su cadáver en la cripta de la catedral, con el débil argumento de que no debía ser venerado hasta que Roma lo decidiera. Monseñor Romero era temido, aún muerto. Había sido secuestrado para que su pueblo no pudiera honrarlo como símbolo de la lucha de una época de la patria, de América Latina. Es el destino de los héroes y de los santos.

Y de ahí que se alargaba el proceso de su beatificación en Roma; se decía que había muerto por causas políticas y no por ser mártir de la fe. Como si el fundador del cristianismo, Jeshúa de Nazareth, no hubiera sido acusado ante Pilatos del crimen político de rebelar al pueblo contra el imperio, y como si no se hubiera puesto sobre su cruz (la “silla eléctrica romana de los que se levantaban políticamente contra el César) un título de clara connotación política: Jeshúa de Nazaret, rey de los judíos (el famoso INRI).

Hubo necesidad de que un Papa latinoamericano reconociera que Romero era un mártir de la fe, que se jugó defendiendo políticamente a su pueblo reprimido, para que pueda ahora ser venerado como figura mesiánica ejemplar. Ni Juan Pablo II ni Benedicto XVI podían desafiar a la oligarquía salvadoreña, latinoamericana y norteamericana dando ese paso. ¡Ahora es posible, aunque nunca se sabe por cuánto tiempo!

* Filósofo