annes. Tal como se esperaba ayer, al cine mexicano le correspondió elevar el nivel de la agónica competencia con Chronic, cuarto largometraje de Michel Franco. Coproducida con Francia y hablada en inglés, pues se sitúa en Los Angeles, este intenso drama describe las actividades de un enfermero (Tim Roth) de pacientes terminales, cuyo profesionalismo no excluye un involucramiento emocional con su trabajo. El término crónico también se aplica para el personaje, quien se responsabilizó de un trágico incidente en su propia familia, y desde entonces lleva una contradictoria postura entre su oficio y la distancia que guarda con sus seres queridos.
Aunque el escenario es gringo, Chro- nic posee la estética y el rigor de una película europea –la influencia de Michael Haneke, por ejemplo, es evidente. Franco observa a su protagonista desde un solo emplazamiento y sólo mueve la cámara para seguirlo. No hay intercortes ni grandes acercamientos. Roth aporta una contenida actuación, libre de toda veleidad histriónica, como un hombre que también está, de algún modo, en fase terminal. Y el desconcertante final –que a muchos ha molestado– es de alguna manera lógico con el desarrollo del personaje. Al final de la primera proyección, el efecto fue tan contundente que el público respondió con silencio o aplausos moderados, porque quizás estaba en estado de shock.
No es una película fácil y es de temer que no goce del mismo éxito en taquilla que tuvo Después de Lucía, premiada aquí en Una Cierta Mirada hace tres años. Lo que sí es categórico es que se trata de la mejor película que, hasta la fecha, haya llevado el crédito de Televisa Films.
A pesar de que mucha gente se ha marchado ya de Cannes, la posterior conferencia de prensa de Chronic fue muy concurrida, dentro de un ambiente de recepción positiva. Ahí el equipo formado por Franco, Roth y Gabriel Ripstein, productor en esta ocasión, reafirmaron la buena combinación de trabajo que han conseguido desde 600 millas, dirigida por el tercero. Por su parte, Franco habló de la inspiración que tuvo cuando atestiguó el cuidado que una enfermera le brindó a su abuela, más allá del llamado del deber.
Poco hay qué decir de la otra película en competencia, la francesa Valley of Love (Valle del amor), de Guillaume Nicloux, una nadería con pretensiones sobre el rencuentro entre una pareja que se cita en el californiano Death Valley, por una cuestión de duelo compartido. Como tal pareja es interpretada por Isabelle Huppert y Gérard Depardieu, en el papel de actores famosos que se llaman Isabelle y Gérard, algo por lo menos curioso se esperaba de esa colisión de mitos franceses, que no habían actuado juntos desde Loulou (1980), de Maurice Pialat. Pero no. No hay chispa en esa interacción, porque los diálogos del propio Nicloux oscilan entre la banalidad y una fallida intención metafísica. Lo único asombroso del asunto es la desbordante dimensión que ya ostenta Depardieu, un actor que ya debería cobrar por kilo.
Lo incomprensible de la selección francesa de la competencia es que ha aceptado petardos como Mon roi, de Maïwenn; Marguerite et Julien, de Valérie Donzelli, y Valley of Love, de Nicloux, y no ha tomado un par de títulos que fueron mejor apreciados en la Quincena de los Realizadores. Tanto L’ombre des femmes, de Philippe Garrel, como Trois souvenirs de ma jeunesse, de Arnaud Desplechin, hubieran sido competidoras mucho más dignas. ¿En qué estaban pensando Thierry Frémaux y compañía?
Ya empezaron a darse los primeros premios de las secciones paralelas. En la Semana de la Crítica, la película ganadora fue la argentina Paulina, de Santiago Mitre, aunque también fue reconocida la colombiana La tierra y la sombra, de César Augusto Acevedo. Mientras que en la Quincena, el premio principal fue para El abrazo de la serpiente, del también colombiano Ciro Guerra. Ahí nomás, para que no digan que Latinoamérica pasó inadvertida en Cannes.
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