l igual que otras personas interesadas en los artistas relevantes, fui inicialmente a ver la exposición de William Kentridge pensando que la visita de una hora sería suficiente para calibrar lo que allí podía verse.
Quedé intrigada, pero no logré entender medianamente bien lo que la muestra implicaba con todo y que el autor ha exhibido incluso en el MoMA, de Nueva York, y es de sobra conocido a través de muestras itinerantes, destacado en una de las bienales de La Habana, en Documenta X y además es artista manejado por la famosa Galería de Marion Goodmann, que representa a Gabriel Orozco.
No me fue suficiente la primera visita, regresé, no debido a la fama del artista sobre el cual me hubiera convenido recibir el brichure publicado por el Museo Universitario Arte Contemporáneo (Muca) antes de escribir este nota, pero aunque el recinto suele ser muy generoso y envía publicaciones, lo hace una vez que la vigencia de las exposiciones terminó.
Regresé a ver Kentridge, porque los dibujos animados me llamaron sobremanera la atención, debido a la mutación implícita en los originales o en los derivados de los activados, que se encuentran todo el tiempo en estado de metamorfosis. Hay recursos surrealistas, sin embargo no puede decirse que el conjunto obedezca sino parcialmente a procederes herederos del surrealismo, sino más bien, en todo caso de una mezcla de éste con el expresionismo, tipo George Gros quizá.
Para quien no sabe absolutamente nada del apartheid, de Jonannesburgo o de la formación del artista, no es fácil (no lo fue para mí) entender que, pese a que los contenidos son de mensaje
, el arte de este autor está saturado de humor formidable y a la vez de una sabiduría diríase que teatrística, un poco teatro del absurdo, que hace del personaje principal de la selección exhibida en el Muac: Soho Eckstein, un ser
que la memoria albergará por mucho tiempo, como si se tratara de un autorretrato crítico críptico del artista, cuyo gusto musical es asombroso, al grado que el veedor puede sentirse tentado de regresar a la exposición para escuchar determinadas voces (hay una de bajo barítono acompañada con piano) que es un prodigio.
Sin embargo, ese comentario queda para los expertos, lo mismo que las posibles vinculaciones que pueda tener la iconografía con Johannesburgo, que en algunas de las piezas parece haber contado con edificios cercanos al estilo art decó que aunque ya no existan o estén en ruinas, persisten en la memoria del artista.
Uno ve los videos, y para ello hay que contar con tiempo más que suficiente, apoyado en imágenes fijas que están diseminadas por las mamparas y muros del recinto, al ir avanzando se introduce en la negrura de los espacios de proyección y se ve atrapado por ese personaje, muy trajeado, también de otra época que queda en el imaginario identificado con un oficinista, empresario, representante de la burguesía alta o media de cualquier país.
Lo que he llamado metamorfosis ocurre continuamente, así como una innegable obsesión con el agua, los peces y las vías de comunicación, que corresponden a los teléfonos adheridos a la pared o posados en un escritorio; también hay máquinas de escribir y puede ser que hasta computadoras que producen una cantidad inimaginable e inarchivable de papeles. En cambio, no hay celulares y los filmes, todos breves, tienen una trama
y son producto de diferentes periodos, abarcando las décadas recientes.
El medio empleado por Kentridge para animar sus dibujos, según sus propias palabras, recabadas de una de las cédulas de sala, es flexible, práctico y económico; permite libertad en el momento de producción y de edición. Mirando los breves filmes y las piezas que se muestran colgadas, uno se da cuenta de que lo dibujos, por muy memoriosos que sean, o si se quiere, azarosos
, no un azar total, sino reflexionado, están todos basados en la observación y en una observación fisonómica que provoca en el espectador efectos posteriores.
Durante mi segunda visita a la exposición de Kentridge, vi, pero no con el tiempo que requería, la muestra también de videos, en muchos casos convertidos en instalaciones completas, de la videoasta Sarah Minter (nacida en Puebla en 1953), titulada Ojo en rotación, que responde a la curaduría de Sol Henaro y Cecilia Delgado, con la supervisión del antropólogo Néstor García Canclini, al menos en algunas de las secciones. Sobre la sección que abarca un periodo de 24 horas en la ciudad de México a partir de ciudad Neza, de momento sólo me atrevo a decir que el sonido no es óptimo, dado lo cual el veedor se ve obligado a leer los subtítulos (en inglés), algo que no siempre es posible dada la vertiginosidad con la que van transcurriendo las escenas. La videoasta contó para este nutrido trabajo con apoyo de la fundación Rockefeller.
No pudo haber sido de otro modo, pues se trata de un elenco muy nutrido que requiere sine qua non, de un equipo considerable para su concreción. La próxima vez que asista al Muac, me encontraré ya con la muestra de Vicente Rojo, que todos esperamos con gran interés y curiosidad dadas las previas retrospectivas en las que hemos podido disfrutar y calibrar la trayectoria de este artista.