Opinión
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Federico Campbell y el oficio de telegrafista
E

n La clave Morse, Federico Campbell se siente imposibilitado para revivir su infancia, incapaz de expresar lo que para él fueron sus padres, imposibilidad de trazar su propia genealogía, aunque haya intentado hacerlo muchas veces, o casi siempre, en muchos de sus diversos textos. Son sus hermanas, entrevistadas por él, por el periodista, las que hablan de los padres, aunque sus personalidades y las del narrador se hayan encubierto con nombres falsos, diluyendo así el pacto autobiográfico. El narrador se asombra, como todos lo hacemos, de que las mismas o las aparentemente mismas vivencias de la infancia hayan sido vividas de manera tan diversa por cada uno de los hermanos. En verdad, el ejercicio al que se somete el verdadero periodista es el de desaparecer para que los otros aparezcan y hablen. ¿Y acaso no es un periodista fantasma el que escribe la falsa historia que habrá de difamar a Álvaro Ocaranza en otra de sus obras, Pretexta o el cronista enmascarado.

¿Periodista? Sí, pero como una forma de sustitución. Lo que Campbell desearía ser en el fondo, y así lo confiesa, es convertirse en telegrafista, adoptar el oficio de su padre, un padre alcohólico que de manera vicaria reaparece en uno de sus últimos libros Padre y memoria, en la figura de los padres de otros escritores cuyos progenitores fueron alcohólicos, los de Sam Shepard, de Frank Mc Court, de Raymond Carver y, también, aunque no fueran alcohólicos, los padres de otras grandes figuras literarias como Paul Auster o Philip Roth, totalmente invisibles para sus hijos aunque estuvieran presentes en la carne; asimismo, el padre inexistente de Jean-Paul Sartre, del que éste habla desde el epígrafe del libro de Campbell, cuando declara:

“Si hubiera vivido, mi padre se habría echado encima de mí con todo su peso y me habría aplastado.

Afortunadamente, murió joven.

Quizá lo mismo hubiera podido decir Roland Barthes y seguramente también Juan Rulfo, a quien Campbell eligió como padre putativo.

Ya lo había manifestado Federico casi abiertamente en su relato El día del telegrafista, incluido en la compilación Regreso a casa, recién reditada por el Conaculta; allí se duele de la obsolescencia de muchos objetos que han ido perdiendo su valor de uso y de cambio con la revolución electrónica: la máquina de escribir y los mecanógrafos, los telegramas y los telegrafistas, las cartas y los carteros, la cámara de fotografía analógica y la digital, los periódicos frente al Facebook y el tuit, entre otras cosas... Nostalgia que le permite revivir la figura del padre de manera indirecta y escribir:

Y es que en realidad y desde que tengo memoria, entre los cuatro y los diez años, me moví como en mi casa en una oficina de telégrafos, en la avenida C. de Tijuana, frente a la joyería Ynda y el Cinelandia. Sobre todo los días de quincena, cuando le caíamos a mi papá para que nos invitara unas nieves. Oía la chicharra del aparatito Morse y el teclear de las máquinas. Olía a cigarro y había un reguero de papeles por todos lados, como en las oficinas de redacción de los periódicos. Tal vez por eso, como le sucedió al hijo del telegrafista de Aracataca, he empezado a tener la sensación de que a lo largo de la vida no he sido más que un telegrafista, es decir un intermediario, como dice G G Márquez que es el escritor. Un transmisor.

El que transmite usa la palabra de los otros, una de las ocupaciones favoritas de Campbell, por ejemplo, cuando en la década de los 80, decidió inventar una pequeña editorial, La Máquina de Escribir, donde publicaría los libros de los otros, de los que comenzaban a escribir, de los que aún no eran famosos y de quienes probablemente nunca lo serían, un experimento efectivo que de alguna manera pueda asociarse con Infame Turba, cuando en los años 70 entrevistó a los poetas y novelistas españoles que se destacarían más tarde como Vázquez Montalbán, Luis Goytisolo, Pere Gimferrer, Jaime Gil de Biedma...

Twitter: @margo_glantz