as elecciones paramilitarizadas del 7 de junio estuvieron signadas por la violencia. Una violencia que venía de atrás y remite al poder en un Estado plutocrático, clasista y racista, y a la vieja forma de hacer política en México. La vieja política se hace maniquea cuando el mal que ella misma engendró corre el riesgo de ser su propio germen de destrucción. Entonces aparecen ideólogos de los oligarcas como Claudio X. González y sus papagayos en los medios, que pretenden dividir la sociedad entre buenos y malos, demócratas y subversivos, violentos y pacíficos, justos y vándalos.
La realidad es otra. La domesticación y uso de la violencia es un fenómeno político, como es la aplicación de la justicia, la distribución de los cargos públicos o la administración de la tierra. Si se lograra organizar una sociedad que fuera capaz de distribuir los cargos públicos pensando en el bienestar general, de administrar las tierras y los recursos teniendo en cuenta las necesidades de todos, o de impartir justicia respetando escrupulosamente la igualdad ante la ley, difícilmente existiría violencia en su seno. Es una hipótesis simple que tiene mucho de utópica, pero todo mundo sabe que es la razón de ser de la abolición de la violencia en la vida de los pueblos.
La vieja política al servicio de los amos de México: los megamillonarios de la revista Forbes, tiene su razón de ser en la violencia, es ella misma violencia, a causa del enmascaramiento que crea sobre la verdadera naturaleza del hecho político. Cuando mucho, los actores de la vieja política corrupta, delincuencial y mafiosa pueden provocar movimientos de adaptación o de ajuste, como transiciones de una forma de dominación a otra.
La vieja política despliega una violencia que al carecer de la fuerza necesaria para organizar la sociedad y regular su vida por medio de la justicia económica y la libertad política, se convierte en opresión. En el proceso de restauración autocrática de nuevo tipo en curso, los ejecutores de la destrucción creativa llaman orden al desorden, paz al miedo, justicia al hambre y desarrollo al desempleo. Los que mandan temen perder sus privilegios y recurren a la violencia institucionalizada, cuyo fundamento está en las estructuras injustas de la sociedad que la vieja política se empeña en profundizar.
Esa intención de la partidocracia por liquidar el interés general y público los hace aferrarse al aparato del Estado −con su ejército permanente, su burocracia, su educación (como instrumento del control social y promotora del consenso y el conformismo), y unos medios que actúan como reproductores de la verdad oficial
y la ideología dominante−, y cultivar formas falsas de democracia donde, como decía Marx al analizar la experiencia de la Comuna de París, a los oprimidos se les autoriza para que una vez cada varios años puedan decidir qué miembros de la clase opresora han de representarlos y aplastarlos en el Parlamento
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Desgajando la violencia de su contexto político, los agentes del capital plutocrático delincuencial y corrupto han sabido provocar una tremenda confusión en amplios sectores de la población con respecto al problema de la violencia. La política no existe sin la violencia, aunque ella no se reduzca a la violencia. Por más que invoque el lenguaje del orden y la paz, el objetivo de la plutocracia es la abolición de la cosa pública y el control y la explotación al máximo de la población, incluyendo el exterminio de personas sobrantes y desechables.
La ley y el orden son instrumentos para legalizar el saqueo y legitimar la opresión y el terror paralizante. Generalmente, cuando el oprimido se rebela legítimamente contra el opresor, se le califica de violento, bárbaro, inhumano, porque entre los incontables derechos
que se adjudica para sí la conciencia dominadora incluye el de definir la violencia, caracterizarla, localizarla. ¿Puede haber libertad y democracia donde hay terror y violencia desde arriba?
Desde comienzos del régimen de Felipe Calderón los militares, funcionarios a sueldo de fuerza armada estatal y eficaces administradores de la represión, salieron de los cuarteles y ahora se muestran remisos a volver a ellos. Durante el régimen autocrático de Enrique Peña Nieto, los sucesos de Tlatlaya, Iguala/Ayotzinapa, Apatzingán, Villa Purificación, Ecuandureo/Tanhuato, Tlapa, son otras tantas expresiones de la violencia institucionalizada. Más allá de los matices y las adaptaciones en la narrativa oficial, esos hechos exhiben de manera descarnada un proceso de destrucción creativa y descomposición social. Y eso es grave, porque, como ocurre en la coyuntura, suele dar rienda suelta a una campaña ideológica de intoxicación desinformativa que busca justificar y legitimar la violencia abierta del sistema contra quienes disienten.
En momentos como el actual, la acción de los poderes fácticos y el Ejército son acciones para liquidar la República, en tanto son represivas y destructoras de la nueva política que pugna por alumbrar, producto de que un sector importante y consciente de la población quiere decidir su destino. Lo paradójico del caso es que la violencia desatada por la clase dominante ya no tiene más explicación. La verdad del sistema se exhibe desnuda y debe actuar sin apoyo ideológico. Así, desenmascarada, la contrarrevolución convierte la violencia en un fin, el último objetivo de sus propósitos.
Tras los comicios de ayer, el riesgo es que reaparezca el rostro diazordacista de Peña Nieto, el que exhibió en Atenco en 2006 y el 1º de diciembre de 2012; el que mostró en la represión a los maestros de la Ceteg en 2013. Si perdida la capacidad de diálogo el régimen instaura de nueva cuenta el monólogo, la violencia hablará por sí sola. Y reaparecerá el Estado totalitario que desata la violencia y no la puede justificar, pero al mismo tiempo provoca un alud de sofismas y mentiras y trata de seducir, persuadir, ablandar a la población, al tiempo que busca disimular el ejercicio bruto y mudo de la fuerza.