La señora de alguien
arisa va al volante. Oye de nuevo el claxon del trailero que circula detrás de su automóvil y, sin medir las consecuencias, oprime el acelerador. Su hermana Julieta, que viaja en el asiento del copiloto, se alarma:
Julieta: –¡Cuidado! Por poco chocamos.
Marisa: –Es que ese tipo me pone nerviosa. ¿Qué quiere?
Julieta: –Que te hagas a un lado. Oríllate y déjalo pasar.
Marisa: –Los hombres siempre tienen prisa. (Maniobra hacia el carril de baja velocidad.) Échame aguas con el taxi.
Julieta: –Está cubriéndote, ¿no ves?
Marisa: –Traigo el coche de Gerardo y no quiero darle ni un rozón. Si lo hago, mi esposo dirá lo que me dice siempre que tengo un accidente: Por ese golpe mi coche se devaluó. El día que lo venda me darán por él una miseria.
(Finge bostezar.) ¡Qué hueva!
Julieta: –Por fortuna ya no tengo ese problema.
Marisa: –¿Andrés no te presta el coche?
Julieta: –Ni me lo ofrece ni se lo pido, y eso que lo pagamos entre los dos.
Marisa: –Pues qué tonta. Yo que tú, le reclamaba.
Julieta: –Terminaríamos discutiendo, y no quiero. Ya bastante lo hicimos en nuestros cuatro años de matrimonio.
Marisa: –¿Tan poquito duraron casados?
Julieta: –Sí, pero sobre todo los últimos meses con Andrés me parecieron una eternidad.
Marisa: –Jamás pensé que llegarías a hablar así de tu marido.
Julieta: –Mi ex, por favorcito. (Mira hacia el edificio de la esquina.) –Ya llegamos. Sube. Te invito un café.
Marisa: –Otro día. No quiero encontrarme con Andrés y que vaya a ponerme mala cara.
Julieta –¿Por qué? Pago la mitad del alquiler, o sea que el departamento también es mío. (Consulta su reloj.) –No creo que Andrés haya llegado; pero si está, le dará gusto verte. Él te aprecia mucho.
Marisa (se estaciona): –Si me divorciara de Gerardo no podría seguir viviendo con él y tratarlo como si nunca hubiéramos sido esposos.
Julieta (abre la portezuela): –Si ganaras lo que yo y no pudieras pagar una renta tú sola, me canso que podrías. (Ve hacia el segundo piso): –No hay luz en la ventana. Te lo dije: no ha llegado. Ven, sube.
II
La sala-comedor es pequeña. Sobre la mesa de centro hay un vaso con gardenias, dos tazas y una cafetera. Marisa ocupa el sillón principal; Julieta, un taburete.
Marisa: –Veo que conservaron todos los muebles. (Se inclina.) –¡Qué lindas flores!
Julieta: –Las compró Andrés la otra noche que me invitó a la Cineteca. (Advierte la sonrisa de su hermana.) Como amigo es formidable. Como marido era terrible. ¿Otro café?
Marisa: –No, pero te acepto una galletita.
Julieta: –No tengo: desde abril estamos a dieta. Andrés ha bajado tres kilos. Con que pierda unos seis más se verá guapísimo.
Marisa: –¿No te da miedo que vaya a gustarle a otra persona y..?
Julieta: –No. Nuestro divorcio es muy reciente, pero hemos hablado mucho del tema. Sabemos que un día él quizá se enamore de otra mujer. Lo mismo puede ocurrirme a mí, ¿no crees?
Marisa: –¿Te casarías de nuevo?
Julieta: –Por el momento no. Me siento bien sola.
Marisa: –¿Estabas enamorada de Andrés cuando se casaron?
Julieta: –Lo quería, pero no lo suficiente para ser su esposa.
Marisa: –Entonces, ¿por qué accediste al matrimonio?
Julieta: –Por la presión de la familia. En todas las reuniones me decían: Marisa y tus primas ya se casaron. ¿Tú, cuándo?
Mis padres, ¡ni se diga!: les urgía verme convertida en la señora de alguien.
Marisa: –Me sorprende que hayan reaccionado tan bien ante tu divorcio.
Julieta: –No creas. La otra noche mi mamá salió con que le mortifica muchísimo mi situación, porque la vida que llevo con Andrés sólo puede calificarse de amasiato. (Ríe.) Y eso que estamos en el siglo XXI...
Marisa: –¿Y qué le dijiste?
Julieta: –Primero, que entre Andrés y yo no hay relaciones íntimas; segundo, que por la situación económica de ambos nos sale mejor, más barato, vivir juntos que separados. La verdad: yo no podría sola con los gastos de una casa.
Marisa: –Mis papás lo saben y esperan que regreses a vivir con ellos.
Julieta: –Si hay algo que no quiero es ser hija de familia a los 40 años. Me divorcié de Andrés porque me trataba como si yo fuera su niñita a la que tenía que decirle cómo vestirse, a quién ver, adónde ir. ¡Me harté! Mejor dicho, nos hartamos.
Marisa: –¿Él por qué? Fuiste una buena esposa.
Julieta: –En algunos aspectos, pero en otros... No lo dejé sentir que esta era también su casa y no sólo mía. Si se le antojaba invitar a sus amigos, luego luego ¡mi carota! Si se le ocurría cambiar un mueble o comprar alguno sin consultármelo, ¡ni te cuento..! Llegué a gritarle: Haz lo que quieras en la calle o en tu coche, pero aquí yo decido
. Como ves, los dos contribuimos al hartazgo y a la separación.
Marisa: –Lamento que ya no sean esposos.
Julieta: –Creo que nunca lo fuimos, en realidad; en cambio, estoy segura de que estamos aprendiendo a ser amigos.