enneth Magidson, fiscal federal del Distrito Sur de Texas, en Estados Unidos, dio a conocer ayer que Eugenio Hernández Flores, ex gobernador de Tamaulipas, enfrenta acusaciones en una corte federal de ese país por presunto lavado de dinero –proveniente de grupos delictivos– durante su administración, por lo que el juez encargado del caso emitió una orden de arresto en su contra. El anuncio sale a la luz el mismo día que 10 personas fueron ejecutadas en el municipio de García, en el área conurbada de Monterrey, Nuevo León, a manos de pistoleros.
Más allá de la coincidencia en la fecha, ambos hechos representan dos caras de una realidad caracterizada por el auge de actividades delictivas que, con independencia de que arrojen o no víctimas mortales, se presentan sistemáticamente en el país con un inaceptable saldo de impunidad.
En efecto, una vez que pasó el furor del ejercicio electoral del pasado 7 de junio, con la ratificación de elementos sempiternos –como la denunciada compra, coacción y condicionamiento de votos– y la aparición de elementos novedosos –como las candidaturas independientes, cuya mayor expresión se dio en la elección a gobernador de Nuevo León–, vuelven a emerger con toda su crudeza las evidencias de la actuación, la capacidad de fuego y el poder de cooptación de los grupos delictivos en el territorio, cuya influencia se muestra capaz de llegar a las más altas esferas de la casta política. Esa realidad viene a confirmar que el país no se encuentra –como se afirma desde el discurso oficial– en un proceso de recuperación de la paz y el estado de derecho, sino ante la persistencia escandalosa de la impunidad, una fracasada política de seguridad y el quebranto generalizado del estado de derecho que coloca a gran parte de la población en la condición de víctima colateral –mortal o no– del actuar de las organizaciones criminales.
Tal fracaso no sólo es impresentable en términos políticos, sino evidencia la abdicación del poder público a su responsabilidad constitucional central: proveer seguridad a los ciudadanos. Con independencia de las excusas y justificaciones que puedan esbozar las autoridades actuales respecto de la circunstancia descrita, el marco legal vigente no deja mucho margen para la interpretación: la Carta Magna estipula, en su artículo 21, que la seguridad pública es una función a cargo de la Federación, el Distrito Federal, los estados y los municipios, y abarca la prevención de los delitos, la investigación y la persecución para hacerla efectiva, así como la sanción de las infracciones administrativas.
El gobierno, por su parte, carece de elementos para trasladar a su antecesor la responsabilidad política por el auge delictivo que vive el país. En momentos en que esta administración está por superar su primer trienio, y ante el sistemático incumplimiento del derecho de la ciudadanía a la seguridad y a vivir sin miedo, es tiempo de que el gobierno en turno asuma los costos de su decisión de mantener en lo esencial una estrategia de seguridad fallida y contraproducente. De lo contrario, más temprano que tarde la sociedad llamará a sus autoridades a rendir cuentas.