esde las antífonas y los responsorios de la liturgia medieval hasta los más demenciales retos musicales de hoy, pasando por las coplas que van y vienen en los llanos venezolanos, el toma y daca de versos en el cantar jarocho y las interminables jam sessions de jazz, los duelos musicales de todo tipo han sido una presencia constante a lo largo de la historia del sonido compartido. Sin ir más lejos, dícese que el tradicional formato de concierto para instrumento solista y orquesta es más bien una batalla campal que un civilizado diálogo. Y no hay que olvidar tampoco el formidable y a la vez tétrico Duelo de banjos de la película Deliverance (John Boorman, 1972).
En el contexto de estos y muchos otros antecedentes, los pianistas Alberto Cruzprieto y Héctor Infanzón han unido talentos, manos y teclas para crear y presentar un espectáculo escénico-musical titulado, a la usanza tradicional de la lucha libre, Máscara contra cabellera. De entrada, resulta más o menos fácil ubicar el estilo básico del proyecto; si hemos de creer a los estudiosos de la estética y la historia del arte cuando dicen que una de las principales cualidades del posmodernismo es el borrado de las fronteras entre el arte popular y el arte académico, no cabe duda que Máscara contra cabellera es un asunto cabalmente posmoderno. Con el escenario de la sala de conciertos del Centro Cultural Roberto Cantoral convertido en un ring de lucha, Cruzprieto e Infanzón, pianistas de altos vuelos, se enfrascaron en un mano a mano que en lo musical fue deslumbrante, y en lo teatral muy divertido. Desde el diseño del programa de mano (cuyo contenido original mandaron rápidamente al diablo) hasta la presencia de una maestra de ceremonias que asume diversos roles a lo largo del espectáculo, pasando por el deambular de los vendedores y pregoneros, Máscara contra cabellera asume con desparpajo varios de los elementos de ese icónico ritual popular que es la lucha libre, con todo lo que tiene de estilización, fingimiento y exageración. Así, ya metidos en música, los pianistas se apropiaron desde sus respectivos instrumentos (y fuera de ellos) de diversos hitos gestuales del pancracio a la mexicana, logrando algunos momentos escénicos de risa loca, y otros tan insólitos como cuando ambos abandonan los pianos para retarse cara a cara, y sus respectivos chalanes de esquina se sientan ante los instrumentos y continúan el discurso musical como si nada.
Más allá de la chacota y el jolgorio, que fueron muy disfrutables, queda el hecho estricto de que las interpretaciones fueron de alto nivel y de que el variado repertorio ayudó al buen fluir del show. Desde Mozart hasta Manteca, pasando por Chopin, Poulenc, Rajmaninov y Gershwin, la música interpretada por los luchadores dejó claro que uno de los atractivos principales del asunto está en el contraste de dos temperamentos pianísticos cabalmente distintos que, sin embargo, encuentran aquí numerosos vasos comunicantes y puntos de contacto. Para retomar el espíritu posmoderno que anima esta pelea para pianos y pianistas, es preciso señalar que una buena parte del trabajo musical propuesto está basado en diversos procesos de deconstrucción, montaje, fragmentación, superposición, referencia (y auto-referencia) salpimentados con una buena dosis de ironía y reforzados con elementos visuales de distinta índole, entre los que destacan las numerosas alusiones al cómic como importante medio de comunicación. De importancia capital en el éxito del espectáculo, el hecho de que Cruzprieto e Infanzón tocaron en dos pianos de gran calidad, en impecable estado de cuidado y mantenimiento, lo que contrasta de manera notoria con el deterioro, decrepitud y abandono que padecen muchos de los pianos de nuestras salas de concierto.
Entre los elementos que enriquecen el espectáculo y que podrían ser aprovechados más a fondo, se encuentran las cámaras de video (una para cada pianista) colocadas atrás desde el ángulo contrario al público. La fugaz interacción de Cruzprieto e Infanzón con ellas produjo algunos de los mejores momentos de la contienda.