asi medio siglo después de su entronización en Europa y América Latina, el neoliberalismo de la ruta única
recibe, en Grecia, un revés de resonancias mundiales. El sólido rechazo a las imposiciones del europeísmo tecnocrático y financierista sobre la exhausta población griega produjo este fenómeno, por demás ejemplar. Alexis Tsipras, premier griego, podrá presentarse en Bruselas y cualquier otra capital del viejo continente armado de un escudo democrático y popular que ninguno de sus contrapartes actuales tiene. Ojalá y pueda servirle para una negociación más cercana a las urgentes necesidades del desarrollo económico de su pueblo.
Las bravatas que se oyen por todo el viejo continente presagian durezas. Es muy posible que el entorno de poder comunitario pueda presentar una postura todavía más cerrada que la mostrada con anterioridad al referendo heleno. Les tratarán de doblegar toda resistencia, sabedores de que, en muchos sentidos, la oposición que experimentan en sus propias naciones es idéntica y creciente. Poco le importa al poder central que la catástrofe griega sea la más grave y dolorosa padecida por ningún otro país en tiempos de paz o que su aparato productivo haya sido arrasado como en un conflicto bélico. El susodicho salvamento a Grecia fue, en realidad, el de los grandes bancos alemanes, franceses, holandeses o españoles. Fueron estos bancos los que, a manos llenas, adquirieron bonos de deuda con rendimientos de usura. Para rescatarlos de la inminente quiebra, sus países y el Banco Central Europeo (BCE) se los compraron cuando llegó la inflada quiebra. Bien sabían que esos bonos debían, en todo caso, devaluarse conforme a la famosa oferta y demanda. Ahora esos bancos son los que presionan, junto con el gobierno alemán y su Bundesbank, por preservar el euro. Los beneficios que sacan de esa unión monetaria común son enormes y a costa de los demás países de la periferia europea.
El miedo de los entornos europeos de poder por el eventual contagio de una rebelión popular similar a la griega, contra el llamado austericidio, se acrecentó con la celebración misma del referendo. Más todavía con el apabullante resultado: 61 por ciento por el no a las draconianas medidas solicitadas por la troika (BCE, FMI y Comisión Europea) que ya habían hecho caer el PIB 27 por ciento. Un derrumbe más pronunciado que lo padecido por EU en la gran depresión. Las señales de serio descontento social, arraigadas sobre todo en España (Podemos), pero extendibles a Portugal e Irlanda, apuntan con claridad en parecida dirección. Los países centrales, como Italia y Francia, también cuentan con vigorosas oposiciones, desde sus respectivas izquierdas que, por lo menos, han adelantado sus respaldos tanto a Syriza como a los esfuerzos de sus negociadores. Sólo Alemania, con su compacto eje bancario-industrial-político, ofrece apuntalar su rígida postura contra Grecia. Muy a pesar de que los nutridos y hasta beligerantes sindicatos germanos opinen distinto: sus voces se oyen y atienden cada vez menos. Es preciso decir que buena parte del endeudamiento griego proviene de la compra de armas a Francia y Alemania. Grecia tiene el cuarto ejército europeo y con más vehículos blindados que sus ahora principales acreedores juntos. Los pleitos con Turquía han sido y todavía los usan como pretexto.
Encima y apuntalando los agudos temores al contagio que vislumbran las cúpulas europeas, todas ellas dentro de corrientes social-demócrata-cristianas, las domina su credo neoliberal. Sus autoridades financieras, emergidas de corredurías como Lehman y Goldman Sachs (Mario Draghi, en primerísimo lugar), llevan impreso el sello financierista a carta fundamental. Las rudezas mencionadas, incuestionables en las distintas mesas de negociación, se añaden a un tufillo racista proveniente de Holanda, Austria y Alemania que pesa y torna por demás arduo el trabajo de Tsipras por alcanzar un arreglo, si no justo, al menos racional.
¿A qué se debe –se podría preguntar– esta serie de crisis económicas en la Europa de estos movidos días? Sin duda el embate de los grandes capitales contra los asalariados y el estado de bienestar que esas naciones lograron en los años posteriores a la guerra mundial. Pero, en el mero fondo, se deben al documentado fenómeno de la creciente desigualdad. La acumulación de riqueza en la cúspide de la pirámide de ingresos, girando sobre la captura del poder político por parte del capital monopolista, es la causal efectiva y de fondo. Y, tal y como ha sucedido en todo este subcontinente americano es tan arraigado fenómeno el núcleo que empujó las muchas rebeliones andinas, por ejemplo. Todas ellas llevaron atadas condiciones similares de injusticia, represión y desigualdad rampante. Bolivia, Ecuador, Venezuela, Uruguay o Argentina se han adelantado a los europeos en su lucha emancipadora. Y, hasta el presente día, han logrado lo que en México todavía no se vislumbra cerca: la abierta lucha por atemperar desigualdades.
Aquí, las élites de variado plumaje (financiero, partidista, industrial-informativo, cultural) han consolidado un grupo compacto de irreductible corte neoliberal que, aunque primitivo en sus arranques y pensamiento, defiende a capa y espada los sacrosantos valores del libre mercado
. Por ello entienden ese conjunto de licencias, inscritas en leyes, normas, preconceptos y costumbres que permiten ejercer, en versión local, lo que en el oeste salvaje se llamó la ley de captura. Mientras no haya una rebelión como la griega o la venidera española que enderece la situación, esta grotesca desigualdad, con sus adalides en el estribo, seguirá su ruta al precipicio.