demás de desesperarme, Clarisa Landázuri a veces me exaspera, lo que implica un grado más de gravedad que la simple desesperación. Ocupar su espacio en La Voz Brava para señalar uno de los rasgos no sólo más pintorescos sino más consuetudinarios de toda una nación, para entendernos, quizá su idiosincrasia misma, es casi inadmisible. Sin embargo, algo más fuerte que yo me impulsa a compartir con mi lector de qué se trata. Después de todo, de algún modo tengo que desenredarme de las telarañas en las que me atrapan los sarcasmos de Landázuri.
Sucedió que el martes pasado Clarisa tuvo que trasladarse de urgencia a la Capital, de modo que temprano se dirigió a la autopista en su automóvil confiada en cumplir con el trámite que le urgía atender y regresar a Brava antes de que oscureciera, con la esperanza de que, además, si debía soltarse la tormenta (anunciada por la temporada de lluvias que corría, por las nubes cada vez más grises y por el viento que, como sin querer, iba cobrando fuerza a medida que entraba el día), no la encontrara a ella en la carretera. (Comenta que no deja de extrañarle la coincidencia de que, ocasión en la que tiene que dejar su café, el barranco, las callecitas, los pequeños servicios y comercios y, en particular, su mesa de trabajo en Brava para trasladarse a la Capital, ocasión en la que se desata una tormenta, metáforica o no, pero en la cual ella se ve hundida.)
Mientras esperaba turno en la fila de coches orientados a la Capital, medio alcanzó a leer una manta desplegada encima de la hilera de casetas. En ella, se indicaba que había un descuento de 25 por ciento a la tarifa usual en compensación por las molestias que las obras en la carretera (en esta oportunidad, la construcción de un segundo piso o puente que conectará dos barrios de la metrópoli) podían ocasionar al viajero. Como a Clarisa, según admite, no se le dan los cálculos que no sean los biliares, tuvo tiempo de apartarse a un lado y consultar su calculadora de bolsillo para saber qué billete extender al empleado y atravesar lo más ágilmente el paso, sin detener ni exasperar a los conductores que la seguían. Recordaba que la tarifa que le había tocado pagar la última vez que había tomado la carretera había sido de 47 pesos, cifra que la autoridad, tras una reciente y catastrófica inundación, meses atrás ya había reducido. (Igualmente, recordaba con una sonrisa, que en más de una oportunidad unos manifestantes u otros ya habían tomado las casetas y, en consecuencia, los viajeros habían podido recorrer gratuitamente las carreteras.) Lo cierto es que Clarisa calculó 25 por ciento de 47 y juntó un billete y las monedas necesarias hasta sumar 35 pesos con 25 centavos, que tuvo a mano para, llegado su turno, extender el monto exacto al cobrador de la caseta. Sin embargo, sonriente, el empleado le precisó a Clarisa que la tarifa era de 71 pesos con 25 centavos, pues, le explicó, la autoridad había aplicado el descuento de 25 por ciento que anunciaba la manta a la tarifa anterior a la del descuento anterior. Es decir, en compensación por las molestias que la construcción del puente elevado podía ocasionar al viajero, magnánimamente la autoridad estaba aplicando un descuento de 25 por ciento a la tarifa de 95 pesos. Turbada, consciente de los conductores detrás de ella deseosos de pagar la tarifa y seguir camino, con dedos inquietos Clarisa tuvo que encontrar la cartera en su abultada bolsa y completar lo que debía pagar. Una vez del otro lado, volvió a apartarse a la lateral para de nuevo estudiar la calculadora portátil. Así fue cómo, en pocas palabras, se dio cuenta de que la autoridad, en lugar de ahorrarle 11 pesos con 75 centavos al viajero en compensación por las molestias que las obras en la carretera le pudieran ocasionar, le aumentó 24 pesos con 25 centavos, siempre que la calculadora de Clarisa funcionara y siempre que ella hubiera sabido manejarla.
A manera de conclusión, al final de su columna Clarisa comenta que entre reír o llorar, ríe, no tanto porque la magnanimidad de la autoridad le parezca cosa de risa sino porque ella de verdad prefiere reír, sabe que así se ve mejor, y por lo tanto quiere que la cámara de seguridad (una sobre cada caseta de cobro) sea así como la capte, riendo, ampliamente, como si estuviera muy contenta y como si ésa fuera la mejor manera de mostrar su agradecimiento a la autoridad.