a caída en el valor del peso mexicano continúa a un ritmo alarmante: ayer, la divisa nacional tocó de nueva cuenta un mínimo histórico al cotizarse en 16.42 unidades por dólar estadunidense en ventanillas bancarias, lo que lo coloca con una pérdida de una cuarta parte de su valor con respecto a las cotizaciones del inicio del presente sexenio.
La acelerada depreciación de nuestra divisa, que se desató a finales del año pasado, no ha encontrado, por desgracia, respuesta efectiva de las autoridades, ni siquiera en lo que corresponde a brindar una explicación satisfactoria del fenómeno. Cabe recordar que a principios de mes el gobernador del Banco de México, Agustín Carstens, aseguró que la caída estaba siendo exagerada
por la incertidumbre internacional ante la crisis griega y sugirió un posible carácter transitorio de la depreciación. Pero este pretexto se ha vuelto insostenible tras el acuerdo impuesto a Grecia por sus acreedores, a raíz del cual las principales bolsas del mundo volvieron a registrar importantes ganancias y los mercados financieros manifestaron su optimismo; incluso las calificadoras han restañado las notas crediticias del país helénico.
Pero más allá de las justificaciones, el hecho es que el encarecimiento del dólar respecto al peso causa severos desajustes tanto a nivel macroeconómico como en la vida cotidiana de los ciudadanos. En un contexto en que México tiene enorme dependencia del exterior en cuestiones tan cruciales como los alimentos básicos, los efectos inflacionarios de la devaluación dañan las finanzas, ya de por sí precarias, de la población en general. Otro hecho grave es que ante esta situación el gobierno federal no ha instrumentado otra medida que la subasta, a precios inferiores a los del mercado, de los dólares acumulados en la reserva internacional de divisas del Banco de México. Este recurso, además de minar las reservas estratégicas del país, es de carácter meramente coyuntural; beneficia principalmente a los especuladores cambiarios y no ofrece ningún alivio a las determinantes estructurales de las devaluaciones que enfrenta cíclicamente el país: la debilidad y dependencia de la economía nacional respecto de la estadunidense; la abdicación de potestades de soberanía monetaria como consecuencia de la instauración del modelo de libre cambio; las dificultades del país para hacerse de fuentes legales de divisas distintas del petróleo, las remesas y el turismo, y otros factores estrechamente vinculados a la imposición del modelo neoliberal en México.
En una economía postrada por la crónica falta de crecimiento, que enfrenta además la caída dramática en el precio de su principal activo: el petróleo, y cuya población ve sus ingresos mermar año tras año, la devaluación conforma un factor agravante que debe ser atendido. Como se ha visto de forma aguda en tiempos recientes, desatender los problemas económicos con la expectativa de que el mercado
los resuelva por sí mismo es una postura que entraña consecuencias catastróficas.