MAR DE HISTORIAS
Domingo 9 de agosto de 2015, p. 31
A pesar de sus precauciones, Matilde tiene sensación de peligro aun en su departamento. Antes, al oír un llamado a su puerta sólo la impacientaban los timbrazos –Ya voy, ya voy: un momentito
–, ahora la ponen en guardia. No le basta con que el visitante se identifique por su nombre: le exige datos concretos que puedan brindarle la seguridad de que el recién llegado no es un delincuente. A los mensajeros les pide una identificación y la analiza antes de recibir la correspondencia o el paquete que fueron a llevarle.
III
Frente a quienes han notado su retraimiento, Matilde procura justificarlo con razones desgastadas: exceso de trabajo, falta de tiempo, dolor de cabeza, fatiga. Nadie las cree, y mucho menos ella, porque sabe que el verdadero motivo de su hosquedad es el miedo. Si lo confesara ante su familia, de seguro su madre o alguno de sus hermanos le preguntaría: ¿Miedo de qué?
El solo hecho de pensar en su respuesta le causa dolor, la avergüenza y la hace comprender que, como la mancha de salitre en su sala, el miedo ha ido invadiéndolo todo, quitándole horas a sus días, reduciendo su mundo, limitando sus acciones al punto de impedirle cosas que antes eran tan naturales y cotidianas, como ir a las compras, entrar a un cine, recorrer un centro comercial, meterse en un restorán, sentarse en un parque, subirse a un transporte público, sostener conversaciones con desconocidos, retirar dinero del banco, colgarse la cadenita con la Virgen de Guadalupe que le regalaron sus padres al cumplir l8 años y, a últimas fechas, hasta vestirse de acuerdo con sus posibilidades y gustos.
Hace algunas semanas escuchó en un programa radiofónico que para mantenerse a salvo de los delincuentes lo mejor es usar ropa sencilla, de aspecto humilde y sin adornos que puedan atraer a los asaltantes. Guiada por el consejo, Matilde sustituyó sus trajes bonitos por los pantalones, suéteres y camisas más viejas que encontró en el clóset. Su desaliño es motivo de burlas entre sus compañeros de oficina y otra causa de inquietud para su familia. Matilde lo sabe, no le importa y no piensa dar explicaciones.
Algunas noches, cuando vuelve de su trabajo, corre a su habitación, se quita las ropas de aspecto humilde, elige alguno de sus vestidos predilectos, las zapatillas que tanto le gustaban a Raziel y se los pone. Satisfecha de su aspecto se pasea por su cuarto: allí no siente miedo y no hay manchas de salitre, todavía.