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Iguala: malabares y funambulismos
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ahora, tras la presentación del informe sobre Ayotzinapa presentado el domingo por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, medio gobierno está metido en el afán imposible de conciliar lo asentado en ese documento con las contradicciones, omisiones y narrativas truculentas de la versión que el propio peñato ofreció a la opinión pública en su prisa por cerrar el caso a como diera lugar. Se ordena incorporar el torpedo a la nave que se hunde, Arely Gómez hace malabares para afirmar que el documento del GIEI confirma la investigación oficial y el jefe policial Tomás Zerón se aferra a la leyenda de la pira de Cocula, en cuya construcción él mismo tuvo una destacada participación.

Pero las implicaciones del #InformeAyotzinapa van mucho más allá de la demolición de la verdad histórica cuya presentación fue adelantada en noviembre del año pasado para que Enrique Peña tuviera en el ámbito interno un decorado de misión cumplida a fin de irse de viaje a China a resolver negocios fallidos. El documento coloca al régimen ante un problema de difícil solución: no puede rechazarlo ni desmentirlo por el simple hecho de que las observaciones contenidas en él son verdaderas y fundamentadas en documentos oficiales y hechos comprobados, pero tampoco puede aceptar las conclusiones inevitables que se extraen del documento y que obligan a admitir la existencia de cosas mucho más graves que imperfecciones y errores de procedimiento en el proceder de las instancias oficiales.

Del texto del GIEI se desprende, en efecto, que la autoridad encargada de esclarecer y procurar justicia incurrió, cuando menos, en omisión, alteración, destrucción y ocultamiento de pruebas y posibles actos de tortura, a fin de fabricar culpables y/o dar sustento a líneas de investigación que se caían por sí mismas, como aquel cuento de que el 26 de septiembre José Luis Abarca ordenó la agresión, el asesinato y la desaparición de los normalistas para que éstos no irrumpieran en un acto público de su esposa (http://is.gd/Mguazw); o, peor aún, aquel otro según el cual todo se debió a una confusión de la banda de Guerrero unidos (http://is.gd/yCEil5), presentado el 27 de enero con un video que recuerda aquella fabricación salinista (1993) para hacer creer que el cardenal tapatío Juan Jesús Posadas Ocampo había sido asesinado porque “lo confudieron con El Chapo”.

El documento ha revelado también que la autoridad se abstuvo de recabar pruebas videográficas de los hechos, que adulteró y luego descartó la línea de investigación derivada del quinto autobús tomado por los normalistas, que no recurrió a cateos y escuchas telefónicas autorizadas, que escondió durante 11 meses ropas y objetos personales de los desaparecidos, que dio más crédito a los dichos de los presuntos agresores que a los testimonios de los normalistas sobrevivientes, que descartó injustificadamente investigar a efectivos militares y de las policías Federal y estatal y que realizó, en suma, una pesquisa increíblemente desaseada y que ha porfiado en ello pese a las innumerables inverosimilitudes y fallas de sentido común señaladas con insistencia por científicos y organizaciones sociales.

O sea que, en el curso de la investigación, la autoridad encargada de procurar justicia ha incurrido ella misma en delitos de diversa gravedad que deben ser investigados y sancionados, a menos que el grupo en el poder se haya resignado a mantener en números rojos sus índices de credibilidad.

No puede dejarse de lado que el propio Peña Nieto ha dado por buenas en varias ocasiones las mentiras históricas de la PGR de Murillo y que sobre ellas ha construido discursos exculpatorios (recuérdese que en los primeros 11 días posteriores a la agresión sostuvo que ésta “no era su problema), posicionamientos demagógicos como las expresiones de supuesta empatía para con los familiares de los asesinados y desaparecidos y exabruptos cínicos, como aquel ya supérenlo formulado en Coyuca de Benítez a principios de diciembre. De esta manera, ha contaminado su presidencia, de por sí tocada por escándalos como la compra de votos en 2012 y las casas blancas, con una investigación que más parece una trama delictiva con propósitos de encubrimiento que una simple suma de estupideces burocráticas y policiales.

Falta, desde luego, saber a ciencia cierta qué pretende encubrir el sórdido desempeño de la PGR en el caso de Iguala: si la participación de elementos militares y policiales en la atrocidad del 26 de septiembre de 2014, si la madeja de complicidades entre autoridades de los tres niveles y la delincuencia organizada o si ambas cosas, o algo más.

Entre el grotesco desfiguro que significaría interrumpir de un manotazo la labor del GIEI en el país o resignarse a la perspectiva agónica de que este equipo termine por sacar a la luz lo que falta, el peñato opta por la salida de ganar tiempo y pretender que su investigación y el informe de los expertos independientes no sólo no son mutuamente excluyentes sino que hasta resultan compatibles. Eso explica los malabares y funambulismos de un régimen que está pasando por horas y días amargos. No tan amargos, desde luego, como los casi tres años que la población lleva de padecerlo.

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