uando las manifestaciones de noviembre de 2014 reunieron, más que a la indignación a ese momento de dignidad que movilizó a una de las partes más sensibles de la sociedad mexicana para impugnar la versión oficial del crimen de Ayotzinapa, la consigna ¡Fue el Estado! parecía tan sólo la metáfora que allanaba la percepción de un orden político cada día más insolvente frente a sus propias aporías. Esta visión, suficiente para iluminar los cortocircuitos que en la actualidad definen la indeterminación entre el laberinto jurídico y los andamiajes de la política, que priva (y amenaza a cada día) a la vida cotidiana en todo el país, aparecía como respaldo de ese plano de sensibilidad que siempre requiere la acción, pero no necesariamente como un enunciado en el que ésta encontrara su formulación práctica. Y más que de un enunciado, se trataba de uno de esos extraordinarios gestos que reportan el momento crítico en que todo poder parece extraviarse porque extravía su principio de verdad. Y vaya que todo régimen político requiere de uno de estos principios –o de qué otra manera se puede explicar la masiva (y costosísima) inversión mediática destinada a sostenerlo día con día.
Pero lo que revela la imprescindible investigación realizada por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) sobre la microfísica de los detalles que abarcaron a la tragedia del 26 de septiembre, es que el ¡Fue el Estado! no sólo trazaba una intuición sobre el decurso de los acontecimientos mismos, sino una suerte de constatación empírica de lo que los entrelazaría.
Prácticamente cinco corporaciones oficiales –el Ejército, la policía federal, la policía judicial, la policía estatal y la policía municipal– participaron en la vigilancia, la persecución y el ataque a un grupo de normalistas cuyo propósito era “tomar camiones” –tal y como la habían realizado durante años– para dirigirse al Distrito Federal, donde acudirían a los actos conmemorativos del movimiento del 68. Con las corporaciones de la fuerza pública, junto a ellas, de la mano de ellas, tres organizaciones criminales formadas en gran parte por ex policías municipales, ex judiciales, ex militares. Participaron y escenificaron una de las noches más indecibles de la historia reciente, en que el terror que vuelve al crimen un principio de normalidad aparece como un acto no de unos cuantos, sino como la actividad de un sistema que se lanza a proteger su impunidad como la regla de esa normalidad.
Esta forma de impunidad que parece siempre convencida de contar con todos los registros en la escala del poder como para restaurar la inmovilidad de la sociedad, pero el informe del GIEI va mucho más allá. Es la historia detallada y escrupulosa de meses y meses de ocultamiento y fabricación de evidencias, de la creación de escenarios de distracción, de la obstrucción permanente de los procedimientos elementales de cualquier investigación jurídica, de la invención de testigos, de la intimidación de parlamentarios que pretendían formar una fiscalía sobre el caso y, sobre todo, de la complicidad de las autoridades nacionales. Todo para intentar reducir los móviles del crimen a una reyerta entre un alcalde que llegó al poder apoyado por el crimen organizado y sus opositores.
En su minuciosidad, el informe encierra todas las claves de cómo se ha estructurado ese tejido en que la frontera entre las instituciones y el crimen organizado se desdibuja a tal grado que sólo cabe hablar de una nueva e inédita versión del Estado total
. Es decir, un Estado que ha suprimido todas las posibilidades de una mínima división de poderes que contengan la tentación de su propia criminalización.
Uno de los aportes del informe del GIEI consiste en la hipótesis del quinto camión
. Uno de los transportes tomados
por los estudiantes habría estado cargado con drogas, dinero o armas pertenecientes a uno de los grupos criminales
. Finalmente, lo que nadie hasta ahora había logrado formular: el móvil del crimen. Pero el reporte es lo suficientemente inteligente para separar el móvil
de las causas
que propiciaron la matanza. Las causas
se encuentran en esa condición en que las fuerzas de seguridad del Estado actúan como si la sociedad fuera su presa
, sin importar si se trata de los estudiantes, las instancias jurídicas o la opinión pública.
En 1935, Norbert Elias, pensando en el caso alemán, definió esta situación en que las fuerzas del orden
se dan la mano con las fuerzas del crimen
, no como una crisis política
ni como una crisis institucional
, sino como una crisis civilizatoria. Es decir, ahí donde la única ley conmensurable es la ley del más fuerte
, y todas las mediaciones que podrían inhibir a esta ley
han desaparecido. En este sentido, tal vez México ya ingresó en una crisis civilizatoria.
El desafío que plantea el reporte del GIEI es cómo salir de esta situación. La opción trazada por el grupo de los padres de los normalistas desaparecidos es sin duda correcta: reorientar los cauces de la investigación. Pero uno imagina que esa reorientación debería consistir en que la SCJN ingrese a la escena para iniciar durante meses y meses, años y años juicios a todos y cada uno de los responsables de la matanza, de quienes permitieron la acción de las policías, de quienes obstruyeron la justicia. Son decenas y decenas, acaso cientos de culpables. Inimaginable, se podría decir.
En Argentina, este proceso ha tenido lugar desde hace más de dos décadas en los juicios contra los responsables de la guerra sucia de los años 70 y 80. Y esta sería acaso la más elemental de todas las utopías mexicanas.