isto en un mapa, el territorio del Distrito Federal ocupa la parte sur de la planicie conocida como Valle de México. Es una pequeña porción de esa superficie que desde las estribaciones de la serranía del Ajusto y del macizo del Chichinauhtzin, en el sur, hasta las sierras de Pachuca y las Naranjas, al norte.
La porción más extensa del territorio de nuestro Distrito, hasta los límites con Morelos, está en las montañas, cuya vertiente sur corresponden a ese estado y la norte a nuestra capital.
En esa cuenca hubo mucha agua superficial; existían, como se sabe, grandes lagos: Chalco, Tláhuac, Xochimilco, Texcoco y Zumpango, para mencionar los mayores, y bajaban corrientes de agua hacia el fondo del valle de todas las montañas circundantes; había y hay aún manantiales y todavía en nuestros días el manto friático está a flor de tierra.
Los ríos, que estudié en cuarto de primaria y que ahora son viaductos y carreteras, descendían de los montes de las Cruces y Alto, así como de la Sierra Nevada. Recuerdo algunos: Consulado, la Piedad y Churubusco; otros menores: Eslava, San Joaquín, San Buenaventura, Contreras y alguno más.
La urbanización del siglo XX y lo que llevamos de éste secó pantanos, convirtió barrancas en avenidas o basureros, allanó lomas, entubó ríos y convirtió ciénegas en colonias residenciales o en hacinamientos de barrios marginados y deprimidos.
El agua, a pesar de todo, sigue estando aquí, pero ya no al alcance de la mano, somos muchos y cuesta más distribuirla y ponerla en los tinacos y grifos; afortunadamente, con recursos de nuestros impuestos y derechos, el Estado mexicano ha podido construir un amplio sistema de captación en presas escalonadas y una red de ductos para traerla hasta nosotros. Los equipos altamente tecnificados para hacerla potable y bombearla hasta nuestro valle también han sido pagados por nosotros, lo mismo que las redes de la tubería pública que la distribuyen. Todo costeado con nuestro dinero.
Por ello, sería un desatino entregar ese sistema, que es de la nación y pagado con recursos públicos, a empresas privadas para que éstas hagan caravana con sombrero ajeno, presten el servicio y lo cobren en beneficio de sus accionistas.
El agua es de todos, no puede ser considerada solamente como una mercancía, es más que un recurso
o un insumo
, es el sostén de la vida y el acceso a ella constituye un derecho humano indiscutible, más allá de otras consideraciones.
El deber de proporcionar agua, frente al derecho universal de recibirla, es del Estado; es, por cierto, un bien renovable, viene del mar por evaporación y literalmente nos cae del cielo, nos llega en abundancia regularmente mediante la lluvia y una vez en tierra encuentra mil vericuetos para estar a nuestra disposición; escurre como deshielo de las altas montañas, se filtra hasta brotar en manantiales y baja por las laderas de las partes altas hacia el valle.
El gobierno de la ciudad de México ha mostrado su interés por cumplir con su deber frente al problema del agua, reconoce su obligación de garantizar el derecho que todos tenemos a ella, pero se menciona una y otra vez que existe una intención soterrada por trasladar su obligación y entregar el sistema a empresas particulares.
Es muy loable el interés por la cuestión, pero de ninguna manera se justificaría que para afrontarla se entregara a la explotación privada todo el complejo patrimonio que por generaciones ha construido y cuidado el Estado en representación del pueblo, con recursos de éste, a empresas comerciales que pretendan lucrar con lo que es de todos.
Muy bien dicen en un desplegado los integrantes del Sindicato Teniente José Azueta, de Veracruz, ante el paso privatizador que ha dado el gobierno de su estado: es necesario impedir la privatización del servicio público del agua, ni allá en el puerto ni en la capital, se justifica que esto suceda, sería un gran riesgo para todos y un gran beneficio para unos pocos.