na muy antigua tradición cultural francesa, sin duda compartida por muchos otros pueblos en el mundo, es que, al final del proceso, quien lo perdió tiene el derecho de maldecir a sus jueces. Esto no cambia el veredicto ni la sentencia, pero es posible imaginar que esta especie de desahogo consuela y alivia al vencido. Vae victis, desgracia a los vencidos. La frase quedó inmortalizada en su tradición latina, pero habría sido dicha, según la leyenda romana, por un galo, el jefe de guerra Brennus, quien después de pillar e incendiar Roma, fue vencido finalmente. Los romanos trataron de corromperlo con oro pesado en una balanza: más astuto que corrompido, trató de falsear la balanza; más corrompidos que astutos, los romanos arrojaron, sin miedo, a la vista de todos, una voluminosa espada sobre uno de los platillos para restablecer el peso que les convenía. Brennus habría lanzado entonces su famoso grito.
Esta historia legendaria podría dar una idea bastante fiel de la justicia, representada por una estatua que sostiene el astil de donde cuelgan los platillos de la balanza, pero los galos que pierden su proceso gritan todo lo contrario de su antiguo héroe: ¡Desgracia a los jueces!
, esperando arrojar la maldición sobre el vencedor.
Las relaciones de los franceses con su justicia nunca han sido tranquilas. Ni llegado a ser claros. Racine, autor consagrado, escribió obras trágicas como Fedra o Andrómaca, consideradas cimas de la literatura francesa, pero también escribió una comedia: Les Plaideurs (Los litigantes). Una farsa sin duda inferior a su propio genio y al de su rival y amigo Molière, pero es interesante observar que la pieza entera se desarrolla en el cuadro de un proceso. Lo cual indica a qué extremo la cuestión obsesionante de la justicia se halla desde siempre en el centro de las cosas que atizan la curiosidad e, incluso, la pasión de los franceses.
En la actualidad, no pasa un día en Francia sin que una queja no sea levantada ante el tribunal. El Palacio de Justicia se desploma bajo los expedientes en espera y es causa de la famosa lentitud de la justicia de la cual todos se quejan: objeto suplementario de descontento que permitiría levantar una queja.
¿Cómo imaginar una justicia justa. Sería necesario que fuese hecha en completa independencia y no obedeciera más que a las reglas del derecho, tal cual son definidas en los códigos civil y penal, surgidos de la Revolución francesa y puestos en forma bajo Napoleón. Es aquí donde todo zozobra. Impostura, gritan los más radicales, estos códigos fueron hechos en el interés de las clases dominantes, no tienen ningún valor universal. Ilusión, dicen los observadores, los jueces dependen del Poder Ejecutivo, el tribunal es sumiso al ministro de Justicia que los nombra. Comedia, murmura el pueblo, los ricos pueden pagar abogados capaces de hacerles ganar lo imposible. Institución humana, así pues falible, piensa el filósofo recordando el proceso de Sócrates y el juicio de Salomón.
Es posible dar tantos ejemplos como días hay en el año. Un ex presidente pierde su inmunidad. Puede ser convocado, interrogado, juzgado y condenado. Los jueces se privan rara vez de tal regalo, pero entonces se sospecha a la justicia de plegarse al nuevo poder, prueba de que no es independiente. Mientras el ex presidente se paga los mejores abogados, se encarcela un ladrón pollos.
Charles Louis de Secondat, barón de la Brède et de Montesquieu, conocido por su último nombre, es el autor de obras como Les lettres persannes, donde un persa descubre en su correspondencia una sociedad occidental con usos tan incomprensibles que dan risa, y de un libro decisivo, De l’esprit des lois (Del espíritu de las leyes), donde la separación de los poderes (Ejecutivo, Legislativo, Judicial y hoy debería agregarse el de la prensa) es la condición esencial de una República. Si no, es el despotismo. La advertencia es clara.
Para Francia, para México y tantos otros países.