a justicia se sustenta en el bien común y su impartición institucionaliza los actos ciudadanos a través del ejercicio pleno de nuestros derechos bajo la obligación de no transgredir la norma. Aquí comienza el entramado institucional de la justicia. Pero, ¿qué sucede cuando los ciudadanos dejan de ser legítimos depositarios del derecho o bien dejan de actuar conforme al marco de la ley?
En la vida diaria los actos discriminatorios amplían la brecha entre los estratos sociales mediante el racismo, la pobreza y la desigualdad de género. En nuestro país las transgresiones a la norma alcanzan diversas dimensiones de injusticia que podemos ilustrar con antecedentes mediáticos generadores de polémica entre la opinión pública, pero que además evidencian que la cultura de la legalidad merece consideraciones mucho más profundas, como las acciones conjuntas de gobierno y sociedad para garantizar plenamente la justicia y su ejercicio. Analicemos los siguientes casos:
Irma llegó en labor de parto al centro de salud de Jalapa de Díaz, Oaxaca, pero el personal a cargo no le prestó la atención adecuada a pesar de haberse presentado en la etapa final del embarazo. Con su dolor a cuestas, rogando por atención médica y tras varias horas de espera, finalmente dio a luz en el patio de la clínica. Los días transcurrieron y, en medio del escándalo, personal de ese centro declaró que Irma no hablaba español y que no recibió el servicio porque no le entendimos
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El caso de Irma se mediatizó luego de que se publicó una foto donde se le aprecia en cuclillas y a su bebé tirado, literalmente, sobre el pasto. La lamentable imagen es poderosa y a la vez simbólica. Irma nació indígena, sin acceso a una educación formal, a la salud universal o a un empleo digno.
El hijo de Irma no conoce el significado del progreso, ni de las oportunidades individuales y colectivas aparejadas con las políticas redistributivas objeto de las instituciones públicas. Este nuevo mexicano, al no tener elección como su madre, sigue constreñido a idéntica historia de marginación. Su libertad y su derecho a la justicia le han sido negados o bien socavados desde su primer día de existencia.
En otra historia, un indigente con una soga al cuello se acerca a un grupo de personas que decide tomarse una selfie. Uno de ellos sujetaba la soga. La imagen capturada circuló inmediatamente por las redes sociales y fue retomada por diferentes medios nacionales e internacionales. Más tarde los implicados ofrecieron disculpas. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos y el Consejo para Prevenir y Erradicar la Discriminación iniciaron investigaciones sobre el hecho. La situación, se dijo, pudo haber sido descontextualizada.
La naturaleza de la indigencia es multifactorial. La pobreza, la falta de salud mental, las adicciones o la incapacidad de los indigentes para valerse por sí mismos son variables significativas que explican la situación de calle.
Pero la otra mirada, lo que importa en términos de solidaridad, es el grado de omisión y ceguera social sobre este flagelo. Los prejuicios reafirman los ciclos de las desigualdades social y económica, también estigmatizan a los grupos en situación de vulnerabilidad que quedan carentes de representación y acción ante la policía, el Ministerio Público, los jueces y en general ante el resto de la población.
Este es un reflejo inhumano de una sociedad que nace marcada por el racismo de la Colonia novohispana y que fue transmutando en una especie de clasismo atribuible al sistema de castas reafirmado durante los primeros años de vida independiente. Un sistema que nuestra sociedad no termina de reconocer.
La discriminación ha sido por mucho tiempo un tema de orden social, de condiciones materiales y de rechazo a la identidad que compromete lo indígena y lo mestizo.
Irma y el indigente de la soga al cuello son dos retrocesos de la justicia. Paradójicamente, a la justicia le aplicamos una carga para combatir la impunidad, la corrupción, el nepotismo, y a la par le incorporamos los principios de igualdad y de defensa de las libertades básicas, de ética y sentido moral.
La Constitución representa una definición ampliada de la justicia, pero la palabra es estéril, sorda y nace muerta, si no consideramos que también es cultural y que forja identidades desde la cuna. En otro ámbito, como juzgadores estamos obligados a aplicarla indistinta e imparcialmente. Máxime cuando en los casos descritos, la constante es la marginación para unos y la omisión social, política y económica que afecta a otros, a los nuestros.
La impartición de justicia, es viable concluir, no comienza propiamente en las sedes jurisdiccionales, se inicia antes, y se cobija de valores y principios que se reciben en el seno familiar, y se cultivan a lo largo de la educación formalizada. Por tanto, contar con sistemas educativos y de justicia robustecidos, son aproximaciones que llevan a reflexionar sobre lo que institucionalmente estamos obligados a realizar.
Un sistema judicial moderno debe poner la mirada en nuestras indefiniciones históricas, debe ajustarse en lo jurídico, pero también en lo político, considerando que las sociedades democráticas velan por sus miembros y no dejan a uno solo detrás. Fundamentalmente, debe poner el ejemplo sin dejar un resquicio para la omisión institucional, que también se torna injusta.
Las y los jueces, magistrados y ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, además de la capacidad técnica para la aplicación del derecho, debemos tener presente que más allá de nuestras decisiones jurisdiccionales, estamos obligados a velar por el bien colectivo. Al final, un buen juez es también un buen ciudadano.
*Magistrada federal y académica universitaria