on incontables las imágenes que en el recuerdo se agolpan para describir las impresiones de una generación. Me refiero a quienes tomamos contacto con la realidad política de Chile a finales de los años 60.
Estudiante de secundaria en el Instituto Nacional, a pocos metros de La Moneda, era difícil no reconocer a personajes cuyo camino se cruzaba entre la Plaza de la Constitución y la Alameda. Como si se tratara de un acto de transgresión, algunos osados íbamos a La Moneda a ver más de cerca a aquellas personas que ocupaban portadas en la prensa y de paso constituían nuestra élite política. Allí reconocí por primera vez a Salvador Allende, Volodia Teitelboim y Luis Corvalán; médicos, poetas y periodistas cual pléyade laica que hacía frente a banqueros y prohombres de larga hacienda. La conciencia política fue parte de la educación recibida, entender la ciudadanía como bien común y la necesidad de aportar a un proceso que lentamente cuajaba en lo que sería la Unidad Popular.
Tuve la suerte de pertenecer a una familia donde la política formaba parte de la vida cotidiana. Mi madre se casó con un español exiliado, militante republicano y socialista. Nací a la política criticando a Franco y la dictadura. Poco hablamos de la Guerra Civil, pero estaba presente en sus opiniones y debates. Me ayudó en los primeros pasos, socialista o comunista, me dijo, cuando le manifesté la necesidad de militar y formar parte del proyecto de la Unidad Popular como simpatizante. Siempre defensor de la Unidad Popular y admirador de Salvador Allende, su retrato unido al exilio español presidía el parnaso laico de su escritorio. Tras el golpe de Pinochet, retornó a una España donde el dictador agonizaba. Allí murió, llevando a Chile en el corazón.
Por mi parte, emprendí el camino contrario. Viví intensamente el proceso de la Unidad Popular. No podía ser de otra forma. La alegría del triunfo, de luchar por el socialismo, me vinculó a filas de las Juventudes Socialistas. La ingenuidad del militante primerizo, la sensación de vivir en un país donde la derecha era respetuosa de las formas políticas y un sentido de la institucionalidad castrense, colmaban mi confianza en las instituciones del Estado. No había nada que temer.
En menos de dos años, no quedaba nada de aquello. La derecha conspirando, preparando el golpe, el paro patronal, las cacerolas, los atentados, etcétera. Tuve que seguir un curso de formación política acelerada y a contrarreloj. Aprender a debatir, discutir y argumentar, saber desmantelar los argumentos espurios de la derecha. Vi que sin capacidad teórica estaba y estábamos perdidos. En ese escenario la lectura se hizo infinita: estudiar historia de Chile, de América Latina, de los procesos de liberación en África, Asia, de las tácticas del imperialismo, era una obligación. Sólo Punto Final cubría todo el espacio geopolítico y estratégico a escala mundial. Era una bocanada de aire fresco, ayudaba a fijar y seleccionar, separar el polvo de la paja. Hubo otras publicaciones, pero ninguna como Punto Final. Tal vez Chile Hoy era lo más parecido, y con el golpe de Estado desapareció.
La derecha chilena usaba argumentos caricaturescos. La izquierda arrebataría por igual hacienda, familia y fe, hasta convertir el país en un gris gulag de acento eslavo. ¿Cómo combatir semejante ristra de barbaridades? No atendían razones y, además, dijeses lo que dijeses, tus palabras eran resultado de un lavado de cerebro, que inhabilitaba cualquier argumento.
Avanzaba el año 1971 y la visita del comandante Fidel Castro conmovió a Chile. En esa vorágine, un compañero dejó en mis manos una revista, su cabecera Punto Final. Fue un auténtico descubrimiento. Era un orgullo pasearla bajo el brazo. Allí descubrí poetas, literatos, sociólogos, economistas, caricaturistas, supe leer entre líneas, comprender un editorial y valorar el significado de un proyecto fundado en la necesidad de pensar, discutir y formar. Rigurosa, nunca faltaban artículos sobre la realidad latinoamericana y las luchas del tercer mundo.
Recomiendo abrir la página web de Punto Final. Portadas, artículos que no han perdido su valor, análisis de coyuntura, mucha crítica, nada de autocomplacencia. Viendo su acervo, a 50 años, están los números digitalizados desde 1965 hasta el 11 de septiembre de 1973. Releyendo, saltaron algunos de sus colaboradores: Nicolás Guillén, Clotario Bles, Roque Dalton, Ángel Rama, Regis Debray, Jean Paul Sartre, Theotonio dos Santos, Vania Bambirra, Salvador Allende o Julio Huasi. Igualmente, entre su consejo figuran Augusto Olivares, Jaime Faivovich o Carlos Jorquera. Creo que pocas publicaciones pueden presumir de colaboradores como los señalados, a los cuales debemos sumar Eduardo Galeano, Felipe Portales, Juan Pablo Cárdenas, Néstor Kohan, Claudia Korol, Margarita Labarca, Carla Amtmann, Lidia Baltra, Frei Betto, Paulina Acevedo o Hernán Uribe, Ernesto Carmona, Paula Chahín, Paul Walder y muchos periodistas de nivel internacional.
Punto Final se ha convertido en una referencia para historiadores, científicos sociales y comunicadores que buscan rescatar la memoria viva de medio siglo chileno y latinoamericano invisibilizada por el poder y los medios de comunicación que hoy controla el conjunto de la prensa en Chile. Punto Final resiste, por convicción, ética y dignidad. En sus páginas están las firmas más relevantes del mejor periodismo político de América Latina, voces pertenecientes al pensamiento crítico, militantes antimperialistas y conciencias dignas. Punto Final se ha ganado, por derecho propio, un lugar preeminente en la historia del periodismo y la historia contemporánea de los medios de comunicación latinoamericanos. Medio siglo de Punto Final muestra la solvencia del proyecto.