ada podía salir mal esta noche. Se lo ve en el rostro de Arthur Birling, un pretencioso industrial inglés, dueño de una fábrica textil en Yorkshire, un self-made man en vías de obtener el título de caballero, cuando supervisa los últimos preparativos para la cena.
Su hija menor, Sheila, está por comprometerse con Gerald Croft, el principal invitado, hijo de su viejo rival (...imagínense nuestras dos empresas juntas: ¡costos bajos, precios altos!
). Asisten también su esposa Sibil y su hijo Eric.
Es 1912. Se avecina la hecatombe de la Primera Guerra Mundial, pero la fusión de Birling & Co con Croft Ltd es lo único que ocupa a Arthur:
–La economía está floreciendo, los trabajadores están por el suelo.
–¿...y la guerra? –pregunta Eric.
–¡No habrá ninguna guerra! ¡Los alemanes no la quieren más que nosotros!
No será la única predicción errónea de esta velada interrumpida por un misterioso inspector Goole, que viene a informarles del suicidio de una joven de la clase trabajadora – Eva Smith– y demostrarles cómo cada uno de ellos por separado (Arthur por haberla sacado de la fábrica, Sheila por haberla despedido de una tienda, Gerald y Eric por haber mantenido relaciones sexuales con ella y abandonarla y Sibil por negarle la ayuda de su fundación cuando acabó embarazada y sin medios para subsistir) contribuyó a su perdición y caída por las grietas en la sociedad
.
Así empieza la película An inspector calls (BBC, 2015), basada en la aclamada obra teatral de J.B. Priestley (1894-1984), un declarado laborista, escrita a finales de 1945 prefigurando en cierto modo el nacimiento del estado de bienestar británico en un particular (¿e irrepetible?) contexto económico (el boom de la posguerra) y político (la amenaza comunista
).
Algunos de sus aspectos críticos:
La doble moral de la sociedad victoriana/eduardiana y su romántica idea de caballería hacia las mujeres caídas
(un simple ejercicio del poder).
La división clasista y la explotación de las clases bajas (que a menudo incluía
la explotación sexual).
La precariedad de la vida de los trabajadores sujetos a los caprichos individuales de la burguesía (otro nivel de la opresión clasista que lleva a la exclusión y desesperación).
La ausencia de redes de seguridad y la falsa caridad
de las clases altas (otorgada a los pobres desde las mismas alturas que los hace creer que solo gracias a ellos hay trabajo
).
El darwinismo social y la inferioridad natural
de los trabajadores (con esa gente hay que ser duro y poner un ejemplo, porque si no...
; esa gente solita se busca problemas
).
La falta de regulaciones institucionales, organizaciones políticas y sindicatos (cuando Eva con otras mujeres organizan una huelga por un aumento lo hacen entre ellas
; cuando por no dejar sobornarse queda despedida, nadie la defiende).
La predominante idea de todos por sí mismos
y no existe tal cosa como la sociedad/la comunidad
(el thatcherismo puro y duro décadas antes de que se hubiera acuñado el término).
En este contexto incluso la masiva entrada de mujeres al mercado laboral en el siglo XIX –sobre todo al sector textil– se vislumbra menos como un logro de la emancipación y más como la victoria del capital: a las mujeres provincianas se les podía pagar menos, eran más dóciles
y despedibles
que los hombres.
Décadas y toda una serie de conquistas sociales después, pero también miles de fábricas relocalizadas y regulaciones flexibilizadas más tarde, ésta sigue siendo nuestra realidad.
Las modernas Evas Smith son el núcleo duro de las maquiladoras desde Asia hasta América Latina y del invisible proletariado urbano
(David Harvey dixit) que mantiene nuestras ciudades, limpiando las calles, oficinas u hoteles con sueldos miserables y contratos precarios.
Al tratar de levantar la cabeza, quedan silenciadas. Un buen ejemplo es el caso de Barbara Pokryszka, ex trabajadora de Hilton en Londres, despedida por tratar de organizar un sindicato (véase: Ewa Jasiewicz en The Guardian, 1/10/15).
Tiene razón uno de los críticos: La obra de Priestley está situada hace más de 100 años, pero su mensaje, la corresponsabilidad por nuestra suerte en tiempos de grandes desigualdades, sigue siendo actual
(The Guardian, 14/9/15).
El problema con esta adaptación es que se queda corta en su potencial.
Al insistir demasiado en el carácter metafísico del inspector –en este papel David Thewlis–, la figura cuasi angelina tal como indica su nombre: Goole=ghoul (fantasma), pero mucho más que en el texto original e incluso en la adaptación con Alastair Sim (1954), y a contrapelo de la tradición teatral de retratarlo como una conciencia revolucionaria
(Stephen Daldry et al.), el conflicto principal (Birling contra Goole) queda despolitizado, estéril, y desaparece la izquierda: el capital confronta aquí no a un agente revolucionario
–un camarada que viene a vengar a su compañera o un representante de un proyecto político (socialismo/comunismo
)–, sino una figura religiosa-moralizadora que ni siquiera viene a hacerlos pagar por sus pecados, sino apenas generarles un poco de remordimiento. La clase trabajadora (Eva Smith) aparece pasiva, apenas tendida entre el dios y el capital.
¿Una casualidad que todo está en consonancia con el espíritu de la época en que la figura más radical del momento es el papa Francisco (¡sic!) con su crítica moral del capitalismo que a lo mucho genera un poco de remordimiento?
Pero algo va cambiando. En Gran Bretaña, Jeremy Corbyn, sindicalista de toda la vida, fue elegido para dirigir al Partido Laborista, convirtiéndose en su líder más izquierdista jamás
(Tariq Ali dixit). Uno de sus objetivos es rescatar a los sindicatos, al Estado de bienestar, enterrar finalmente al thatcherismo e impulsar una sociedad en la que la gente no cruza la calle al ver a alguien en apuros
(Counterpunch, 24/9/15 y Página/12, 30/9/15).
El discurso final del inspector (No vivimos solos.../somos parte de un cuerpo.../todos somos responsables por todos
) puede resultar conmovedor y actual, pero no significa nada si no va acompañado de un fuerte proyecto político y social.
*Periodista polaco.
Twitter: @periodistapl