a vida es un ir y venir, una secuencia de ciclos, un péndulo que nos lleva y nos trae. Diversas circunstancias, procesos invisibles que se tejen misteriosamente, me devuelven (y no) a las discusiones sobre el papel de la universidad y de la ciencia que atendíamos a principios de los 1970, justo tras el cataclismo cultural de 1968. Eran los tiempos del cuestionamiento radical y de la renovación profunda. Hoy la elección de rector en la principal universidad del país, mi alma mater, vuelve a poner aquellas posiciones audaces, aquellos ardientes debates, en el centro de la mesa de la reflexión, no obstante que parecen soslayados y/o sepultados por los mitos neoliberales del crecimiento económico, el desarrollo, la competitividad, la tecnociencia y el afán de imitar una modernidad en plena crisis. Fueron tiempos de leer a los grandes autores del pensamiento crítico latinoamericano, como Paulo Freire, Orlando Fals-Borda o Pablo González Casanova, y de dejar de mirar a los autores clásicos europeos. Fue una época en que se vislumbraban apenas los paradigmas que hoy recorren lo ancho y lo largo de nuestra región y de nuestro país. ¿Cómo transformar la universidad al tenor de las iluminaciones y destellos de 1968? ¿Y la producción y el sentido del conocimiento? Por aquellos tiempos leíamos una obra clave: Ciencia, política y cientificismo (1969), de Oscar Varsarvsky (1920-1976). Buena parte de esas reflexiones quedaron plasmadas a manera de síntesis en mi ensayo UNAM: las cuatro ciencias (biologías) de una universidad subdesarrollada
(1975).
Cuatro décadas después, aquellos planteamientos siguen vigentes, pero en un escenario nacional y global muy diferente: con el equilibrio del planeta amenazado y el mundo lleno de crispaciones y tensiones, y en una crisis civilizatoria cada día más extrema, provocada por la voracidad del capital corporativo que busca engullir sin piedad el trabajo de la naturaleza y de los seres humanos. El criticado eurocentrismo
de aquellas épocas hoy se ha vuelto una apuesta por el neoliberalismo, ya develado aquel como la expresión cultural del capital. La universidad popular
hoy se ha convertido en la simple defensa de la universidad pública. La ciencia para el pueblo
es casi todo lo que se invierta en conocimiento y tecnología que no vaya a las empresas privadas. Y en fin, ante el conocimiento especializado e ideológicamente neutro del cientificismo
, hoy se pregona la interdisciplina y la ciencia de la complejidad o la ciencia para la sustentabilidad. Esto es así, porque en los últimos cuarenta años, las universidades y los aparatos educativos, científicos y tecnológicos del mundo han sido gradualmente sintonizados con las necesidades de las grandes corporaciones y sus monopolios, en casi cada rama de la producción de bienes y servicios. Esto se puede ver claramente en Europa, Japón, Canadá o Estados Unidos. En ese último país, el caso más significativo es el de la Universidad de California en Berkeley. Un bastión del pensamiento avanzado y crítico, ese centro de estudios se ha convertido en un manso recinto al servicio de la innovación biotecnológica, genómica, robótica, nanotecnológica, geoinformática y biomédica, producto de la llegada de enormes inversiones privadas de millones de dólares.
Hoy la UNAM cambia de piloto, y se hace necesario ponderar con sumo cuidado hacia dónde se moverá la nave en un mar rebosante de amenazas. Todos, pero especialmente los aspirantes a la rectoría y la Junta de Gobierno, están obligados a no perder de vista el contexto global y el devenir de la humanidad toda. Esto cobra un mayor sentido por el carácter especial e incluso único de esta institución universitaria. La UNAM es hoy un extraño respiradero, una isla de decencia, un ámbito de autonomía, libertad de expresión y tolerancia, un templo para la creación científica, artística y humanística y su transmisión, que contrasta como nunca con la deplorable situación del país, tras 30 años de destrucción neoliberal. Hoy México vive una debacle de sus instituciones, una pérdida casi total de confianza y una degradación moral que se expresa en inseguridad, violencia y corrupción. La palabra espeluznante
, utilizada por el Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la ONU, lo dice todo. La UNAM es una comunidad de casi medio millón de miembros (entre estudiantes, profesores, investigadores y empleados) que se autogobierna y maneja sus recursos de manera transparente y responsable. La UNAM es casi la única institución que le queda al país desde donde visualizar un proyecto digno, justo y promisorio, basado en el análisis objetivo, desinteresado y honesto de la realidad y en el pensamiento crítico y humanístico. O la UNAM se vuelca a salvar al país, a los mexicanos, a la humanidad y al planeta, o se vuelve un instrumento tecnocientífico al servicio del capital, la industria y las corporaciones, menospreciando o sepultando a las humanidades, la filosofía y el arte incluidos. O queda atrapada por la inercia global que busca convertir a las universidades en simples piezas de la dominación, o se mantiene entera y crece y se agiganta. Cada grande o pequeña decisión, cada cambio curricular, cada matiz en la planeación educativa o de investigación, moverá la balanza hacia un lado o el otro. Tal es la dimensión del reto. El gran dilema. Ni más, ni menos.