n un país realmente democrático, en un estado de derecho, la población civil percibe a las fuerzas armadas como un factor de seguridad y tranquilidad, se supone. En el México actual, en cambio, las instituciones militares causan pánico a un número cada vez mayor de personas y comunidades. Así ha sido en Guerrero desde los años 70 del siglo pasado, cuando Echeverría recurrió a la institución armada como columna vertebral de la guerra sucia contra las organizaciones guerrilleras. En Chiapas Zedillo envió a los militares a hostigar a las comunidades zapatistas. En Oaxaca y en otras regiones, especialmente rurales, el uso del Ejército en labores de contrainsurgencia y combate al narcotráfico abrió margen para violaciones a los derechos humanos. En la capital, a pesar del papel desempeñado por los soldados en la represión del movimiento estudiantil del 68, la institución castrense era generalmente vista como más brusca que la policía pero mucho menos corrupta. Por lo demás, las Fuerzas Armadas mantuvieron su prestigio entre la clase media y el empresariado, particularmente en zonas del norte, en donde hasta hace unos años tales sectores pedían a gritos un despliegue militar que bastaría, pensaban, para poner fin a la inseguridad, la violencia y la impunidad de los cárteles. Y hasta el sexenio de Vicente Fox la mayoría de la opinión pública se resignaba a que los militares gozaran de un estatuto de excepción que les aseguraba opacidad e impunidad totales.
La estrategia de seguridad
adoptada por el calderonato cambió bruscamente esa situación. Tal estrategia descansaba en dos premisas: la procedencia de la liquidación física de los delincuentes –particularmente, los dedicados a la producción y trasiego de estupefacientes– y el empleo masivo del Ejército en esa tarea a la que el propio Felipe Calderón llamó guerra
(http://is.gd/asF8g5).
Según una estimación de 2008 de la propia Sedena, medio millón de mexicanos participaba en el negocio de la droga, (sembradores, menudistas, transportistas, informantes, líderes de diversos niveles) (http://is.gd/4F6SWD). El enfoque calderonista era, pues, genocida: matar a 600 mil individuos o alentarlos a que se maten entre ellos
es, por donde se le vea, un designio criminal que hace necesario llevar a su responsable ante un tribunal penal. Por añadidura, se usó a las Fuerzas Armadas en esa política demencial, acaso sin considerar (o con plena conciencia) de que los exterminables tenían familiares, amigos, vecinos y empleados inocentes que quedaban, automáticamente, colocados en el conflicto y que éste, necesariamente, habría de convertirse muy pronto en una operación dirigida no contra sujetos específicos ni organizaciones determinadas sino contra núcleos de población. Así se hizo evidente en el norte, particularmente en Chihuahua, Nuevo León y Tamaulipas, entidades en las que las fuerzas armadas cometieron atrocidades en contra de los habitantes.
Más sórdido, si cabe, es el asunto de las élites políticas (incluyendo a la foxista, la calderonista y la peñista del Estado de México) como gestoras y socias del narcotráfico, y que no sólo se sustenta en las versiones del recientemente extraditado Édgar Valdez Villarreal, La Barbie, sino también en hechos como la protección gubernamental de facto de la que gozó El Chapo en el sexenio anterior y su fuga en el actual, indicativos de connivencias y arreglos (así sea tácitos) entre gobernantes de los tres niveles con las jefaturas de la criminalidad. Y los mandos castrenses tuvieron que estar al tanto, al menos, de tales tratos.
Acumulados, esos y otros hechos y circunstancias (como Tlatlaya) han causado la desconfianza y el descrédito sin precedentes que padecen las Fuerzas Armadas. Por eso, cuando el general Cienfuegos se niega en forma tajante a permitir que efectivos del 27 Batallón sean entrevistados por expertos de la CIDH sobre los sucesos de Iguala, la negativa es vista por la opinión pública como un intento por encubrir y ocultar, no como el acatamiento a la legalidad, suponiendo que ésta diera pie a tal negativa. En este punto, y dada la extrema debilidad de Peña, no es fácil determinar si fue éste quien ordenó al secretario de la Defensa negarse al escrutinio o si, por el contrario, fue el general el que exigió a su mando civil que se mantenga a la institución armada fuera de toda pesquisa. Pero ambos han de saber que la única manera de revertir el grave daño consiste en lo contrario: abrir, airear y transparentar la vida de las fuerzas armadas y, en particular, el papel que desempeñaron en Iguala la noche del 26 de septiembre y en los días y semanas posteriores, y hacer justicia.
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